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Las chicas del geriátrico

05/07/2015
 Actualizado a 18/09/2019
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Como cada año por San Pedro, los de ‘La Peña de Eugenio’ de Puente Castro nos reunimos con el objeto de que no se marchite la vieja amistad que, para algunos, resiste más de sesenta años. El año pasado en el Iris se portaron muy bien con nosotros, así que allí acudimos éste a degustar productos regionales de todo tipo, incluidos unos langostinos que, alguien dijo, venían del Torío (mentira y gorda, pues todos sabemos que lo único que puede verse en el Torío y sus orillas, entre otras especies, son las cogorzas). Pues bien, en esas andábamos contando nuestras penas los que venimos de lejos, ‘los de fuera’, relatando las suyas ‘los de aquí’ y echando la vista y chistando los más atrevidos a un grupo heterogéneo de muchachas que, por lo visto, celebraban algo parecido en el salón de al lado, cuando veo cómo se levanta la que presidía la mesa de la susodicha reunión femenina y, acompañada de una jovenzuela, se dirige hacia donde estábamos con no muy claras intenciones, como no fueran las de reprochar los tanteos, el reclamo sexual de la particular berrea que, todo hay que decirlo, no fue más allá de un gesto desaforado o algún comentario al uso de alguno de los nuestros.

Llegada que hubo a nuestra mesa, nos dio las buenas noches y tras presentarse como alguien a quien ofrecían sus compañeras de trabajo un homenaje, con motivo de su jubilación, nos propuso, sin más, compartir con ellas, al cabo de la cena, unos momentos amistosos de charla y música. Todos asentimos en silencio y se fue tal como vino. Me di cuenta de que nuestro grupo había quedado tocado del ala: los que yo consideraba más envalentonados habían agachado la cabeza, sabedores de que no iban a poder soportar el ‘ahí te quiero ver’ y el ‘se te va la fuerza por la boca’ y no sé cuántos requiebros que los más apacibles del grupo les largábamos con la sonrisa pícara tapada con el langostino. A mí me pareció admirable aquella mujer en el momento de enfrentarse a aquellos quince veteranos y ofrecerles un rato de alegría. Y por eso fui el primero en reclamar justa atención al ofrecimiento, buscando cómplices entre los más timoratos y dejando a los más ‘valientes’ que demostrasen lo que todos sabíamos de antemano: que no tenían excusa para fallar en esos momentos. Cualquier lector que haya llegado hasta esta parte del artículo no dudaría en proseguir con él –porque en todas partes cuecen habas– explicando cómo los que solían envanecerse de sus conquistas en nuestra tertulia iban a ser los primeros en dar la espantada, tal como, aunque con distinto sentido, lo canta Sabina «…uno a uno se fueron marchando».

Y así, al cabo del tiempo, cuando ellas andaban por los postres, los cinco renqueantes que quedamos en la terraza tomando una copa aguardábamos no sabíamos bien qué: las veinte muchachas nos parecían un ejército invencible. Entre trago y trago intuí que a mis acompañantes no les iba a importar batirse también en retirada, de manera que le eché el valor que puede que tuviera alguna vez, caminé hasta el salón donde ellas disfrutaban del último brindis y me planté en centro de la plaza que formaban las mesas donde habían compartido la cena. Pese a que el vino había hecho en ellas sus bonancibles y locuaces efectos, se hizo un silencio comparable al nuestro un par de horas antes. Todas derrochaban juventud, incluso la que celebraba su jubilación, y miraban con regocijo a quien se atrevía a aparecer ante ellas sin otra razón que los dos brazos abiertos que las había hecho enmudecer. Me presenté hablando en nombre de todos mis compañeros y disculpándome por su ausencia aduciendo urgencias, malos cuerpos o madrugadas encendidas. Las sonrisas florecieron espontáneas y una y otra me preguntaban que quién era, de dónde venía o a qué me dedicaba. Yo, artífice ya de mis mejores momentos, les pregunté que averiguasen cuál era mi dedicación: Bombero, dijo alguien a mi espalda (ni se me ocurrió mirar, e hice teatro con ello provocando su risa); locutor de radio, detalló la que parecía más joven («querida, ya me gustaría», dije aflautando mi voz).

Nos lo estábamos pasando bien y echaba en falta a mis amigos, al fin y al cabo veinte chicas jóvenes merecían mejor argumento que el que yo les estaba ofreciendo. Me preguntaron, una vez más, que les dijese a qué me dedicaba. Inflé el pecho, arrugué el entrecejo y contesté: «Soy el guionista de Mad Men. La serie está hecha a imagen y semejanza mía». Las más se rieron. Algunas no. «La escribí hace veinte años», concluí. Unas se lo creyeron, otras no. Al final les dije la verdad: «Soy doctorado en Gramática Parda por la Universidad de Puente Castro». Todas carcajearon, pero como enmudecí y fui girando la cabeza con rostro serio a un lado y otro, cejaron en su risa. Se perdieron mis amigos el descubrimiento de su encanto.

Trabajaban todas en el Geriátrico de la Virgen del Camino, y yo les dije que ya me gustaría que fuesen ellas las que me cuidasen cuando tuviese necesidad de ello.
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