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Las catedrales de Julio Llamazares

12/11/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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En un día lluvioso a la antigua usanza (lluvia lenta y constante, sin grandes vendavales como sucede ahora con el cambio climático) Julio Llamazares llega a A Coruña, para presentar su nuevo viaje por las catedrales de España. En este caso, las catedrales del sur. No es la primera vez que tengo la oportunidad de acompañar al escritor de Vegamián ante un público amplio, como el que hay esta noche en la Fundación Luis Seoane, literalmente abarrotada, a pocos metros del Atlántico, rozando el Hotel Finisterre, el Hospital militar o el magnífico edificio de la Maestranza. En julio 2011 ya había tenido la suerte de hacer algo parecido en Compostela, durante un congreso sobre la literatura de viajes. Se trataba entonces de ‘Las rosas de piedra’, que quizás debería haberse llamado (dice el propio Llamazares) ‘Las rosas del norte’, pero las cosas son así. En aquel libro primero, que no dejó de sorprendernos a los asiduos a su literatura, estaba la mismísima catedral de Santiago de Compostela, que es el punto de partida de este magno proyecto (tan enorme como una catedral, ya puestos) acometido por Julio Llamazares en cosa de veinte años, más o menos. Y en aquel libro estaba también, cómo no, la catedral de León, germen de la pasión del escritor por estos cofres del tiempo, como Julio las llama a veces, origen de aquel fulgor y aquella luz primigenia, que llega hasta hoy desde la infancia. Pues siempre hay una primera vez para ver una catedral, como siempre hay una primera vez para ver el mar.

En la Fundación Luis Seoane Julio Llamazares saluda aquí y allá, como suele, sorprendido (sólo en parte) de esa pasión leonesa por celebrar lo propio cuando se vive fuera, una pasión que a veces nos falta dentro de nuestros propios límites geográficos, todo hay que decirlo. Pero muchos leoneses han venido a verlo, también gente de A Coruña, naturalmente, que, ya digo, llenan el hermoso salón, mientras fuera crece de nuevo la amenaza de la lluvia. Conocen su obra, eso se nota en seguida. Conocen sus libros de poemas, aquellos que pronto lo convirtieron en un nombre conocido y celebrado, y a los que me refiero durante la presentación como «ejemplo de la mejor poesía del siglo XX en español, e incluso de otros siglos», ante cuya afirmación Julio me dice, con media sonrisa, que tampoco hay que pasarse. Los que han venido conocen al escritor, su biografía, que es de las más conocidas de España en lo tocante a la literatura, pues no es común, afortunadamente, habría que añadir, haber nacido en un lugar que yace bajo las aguas de un pantano. Un lugar que figura siempre en las solapas de sus libros, resistiendo el olvido y la desmemoria, haciéndose presente en letra impresa a través de los años.

En la Fundación Seoane, en A Coruña, Julio habla de su nuevo libro, ‘Las rosas del sur’ (Alfaguara), encuadernado en tapa dura, un libro contundente de 692 páginas, con bellas fotografías de Cecilia Orueta, como el primero. No hay catedrales de Galicia en este volumen, pues ya se ha dicho que sólo se habla de las catedrales del sur, pero Llamazares se las arregla para hacer muchas menciones a la Catedral de Santiago, cuyo Pórtico de la Gloria (ahora restaurado) había sido explicado por el escritor, en el primer libro de las catedrales, como «la puerta más hermosa de la Tierra». También sale mucho esta noche la catedral de Mondoñedo, donde la mención a Merlín y a Cunqueiro es inevitable. Se ve que al viajero le gusta mucho Mondoñedo, quizás por su cercanía, su toque señorial, y, al tiempo, su serenidad en medio del valle de las nieblas profusas. Por lo que sea, sale mucho Mondoñedo.

Javier Pintor, que me acompaña en la presentación (ahí, en las bancadas, los poetas gallegos Xabier Seoane y Chisco Fernández Naval, y seguro que otros que no alcanzo a ver), dice en los preliminares que Julio Llamazares es gran poeta y novelista (recuerdo que también tuve el honor de presentar en Galicia su novela fundacional, aunque tardía, valga la paradoja si es una paradoja, ‘Distintas formas de mirar el agua’), pero que sobre todo es un escritor de viajes. Lo que me permite recordar que la literatura empieza precisamente con el viaje, ese que Kavafis recomienda que sea largo. Lo importante, ya se sabe también (lo decían tanto Pascal como T. S. Eliot) es el viaje, no la llegada. Y eso Julio lo cumple a la perfección, digo, mientras recuerdo otros volúmenes suyos de viajes (desde ‘El río del olvido’ hasta ‘Trás-os-Montes’). En realidad, se trata de la pasión del viajero que anota en su libreta lo que ve, que fija la realidad en un momento dado, a sabiendas de que, salvo la monolítica tranquilidad de las catedrales, detenidas en el mar del tiempo como barcos extraños, todo será distinto un minuto después. Y esos personajes anónimos, que entran en la narración porque están en la barra de un bar o en la puerta de un templo, que pasan por la obra de Llamazares como un campesino podría pasar por la obra de Brueghel el Viejo, morirán, sin que nadie salvo su familia y amigos se percaten, pasarán, como todo pasa, mientras las catedrales se quedarán en su silencio solemne, excesivo tantas veces, inmunes a la fragilidad humana.

Julio está de acuerdo en que la literatura es sobre todo un viaje. O que el viaje es prácticamente sinónimo de la palabra literatura. «Los libros fundacionales de todas las grandes literaturas narran viajes», dice Llamazares. «Desde la Biblia (el Éxodo), desde Homero, claro, o desde la Anábasis, o la Guerra de las Galias, que es un cuaderno militar, pero cuenta las andanzas de las legiones… O el Cantar de Mio Cid, naturalmente, que es un viaje al destierro, o las Crónicas de Indias…», enumera. Y añade: «En la condición humana está la necesidad de contar lo que tú has visto y otros no han podido ver». Hablamos de Ulises, de Odiseo, hablamos de Ítaca: cómo no hablar de ella. Y de la Odisea moderna, la de James Joyce, que transporta los peligros y los avatares del mar a las calles de Dublin. Y luego, inevitablemente, sale Cervantes, pues el Quijote es una ‘road movie’ de su tiempo, un viaje de aventuras y de locura, como el propio viaje de Julio Llamazares. «No dejo de pensar que muchos me habrán tomado por loco. Visitar setenta y cinco catedrales, todas las que hay y alguna más (como la Mejorada del Campo, por ejemplo, ese sueño extraño, tan propio del Quijote, de Justo Gallego), a razón de una por día… tiene su punto de locura». Afortunadamente, la mayoría de esos personajes que salen al paso del viajero no saben que el escritor está, precisamente, en un proyecto tan quijotesco.

El público en la Fundación Seoane, como los que estamos en la mesa, empezando por el propio escritor, reconocemos que el viaje está en el fondo del espíritu literario, de la narración, del cuento popular. Y Llamazares no tiene inconveniente en reconocer que «todos los escritores somos aprendices de los verdaderos maestros, que son los narradores populares». La noche va discurriendo por todos esos caminos de España, por eso también sale en la conversación Ortega, y desde luego Unamuno, que tanto caminaba y escribía de ello. Julio reconoce que el libro es una mirada a esas joyas, o rosas, que contienen el tiempo detenido, que muestran lo que somos. Pero también a la vida contemporánea que las abraza o las modula (el viajero habla en este libro con todo el que se encuentra, es una conversación continua), a pesar de que se tope tantas veces con las puertas cerradas, «o a pesar de que ahora hayan decidido cobrar por entrar en muchas de ellas, lo que las convierte en museos», dice. Este último asunto, es, desde luego, una de las preocupaciones del escritor. Se acuerda de cuando su padre le llevó a conocer la luz en la catedral de León, que flota en el aire. Es su primer recuerdo de estos lugares mágicos, extraordinarios: y ahí empezó su pasión por las catedrales, que, con el tiempo, le conduciría a este proyecto literario. Ahora, como cuenta en ‘Las rosas del sur’, todo parece menos accesible: «entiendo que cuesta mucho mantener el patrimonio, pero creo que quizás debe buscarse la financiación de otro modo», subraya. Porque, dice Julio Llamazares, «las catedrales son el alma de las ciudades. No hay mayor impresión, como cuenta Fulcanelli, que ver una catedral por primera vez. Quizás sólo sea comparable a la memoria de ver por primera vez el mar».
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