02/08/2015
 Actualizado a 14/09/2019
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Mayra deposita la caña sobre la barra, me mira fíjamente, con la osadía de que suele hacer gala, y me pregunta si no habré dejado en el ‘Latin Lover’ las gafas por las que pregunto cada vez que entro en el bar. Yo voy atando hilos y abriendo puertas en la memoria para recobrar aquel instante en que, por última vez, coloqué entre mi nariz y mis orejas los cristales bifocales o progresivos o como quiera que se titulen los anteojos por los que hube de pagar trescientos euros hace escasos días. Alguna vez estuve a punto de hacerlo, de entrar en el ‘Latin Lover’. Más que nada por ver desde la terraza el paisaje por el que siempre mostré interés desde bien joven, o sea antes de que montasen el puticlú, el edificio aquel donde alguna vez soñé con comprarme un apartamento, a la orilla del Torío, como un Capone dominando el barrio donde me crié.

Pero a lo que iba, que me esnorté, Fulgencio. Soy muy dado a dejar en el olvido toda clase de objetos (llaves, bolígrafos, libros, bufandas, gorros…) en locales en los que reposa mi apatía o mi esperanza. Curiosamente los instantes de desgana que sobrellevo me incitan, ignoro por qué razón, a proteger mi trivial patrimonio. En cambio, aquellos otros esperanzadores y jugosos parecen dar pie, en su relumbrante futuro, al abandono de todo cuanto parece sobrarme.

¿Quiere eso decir que me encuentro en los momentos más dulces de mi existencia?Nadie lo diría a poco que se le ocurriese hurgar en mi personal bipolaridad. El caso es que, mientras busco y rebusco los lugares donde fuera posible haber extraviado las gafas, me enfrento a la pantalla de la televisión y del ordenador para cumplir con mis diarias obligaciones y, al cabo de las horas, sin la protección de las gafas progresivas, bifocales o bipolares como yo, el espejo me devuelve la imagen de unos ojos enrojecidos y tumefactos que mi mujer achaca a la bebida: «Bebes demasiado, te lo estoy notando hace tiempo», frase que repite últimamente con demoledor retintin.

También a mi madre he de dar explicaciones, que por supuesto no acepta, cuando me recrimina la pérdida de algo tan importante como son unas gafas de esa calidad. Pues resulta que fui a misa a la Catedral, le digo, y cuando me acerqué a comulgar, el cura, mucho más canijo que yo, me ofreció la hostia allá abajo, y yo me incliné y me incliné, y debieron de desprenderse las gafas desde el bolsillo. ¡Jesús, y no te diste cuenta!, se sorprende. Aparecí después del ite misa est, le digo, pero ya no estaba ni el cura canijo ni, por supuesto las gafas, si fue allí donde las perdí.

Pero ni en la Pulcra ni en ninguna de las iglesias a las que acudí para preguntar me dieron fe de ellas: ni en La Trébede, ni en El Benito, ni en La Pitanza, ni, mucho menos, en El Cuervo (cansados están Maite, Sara y Pedro de enviarme WhatsApp con fotografías de todo lo olvidado que encuentran, imaginando que algo de ello me pertenece), así que no me queda otro remedio que proseguir la búsqueda bajo los asientos del coche o en los entresijos del sofá.

Trescientos euros no son moco de pavo, sobre todo con la que está cayendo, pero ni por asomo piense el lector que busco el resultado de mi pesquisa en su anónima generosidad. En realidad lo hago porque, en contra de lo que apuntó Elías asegurando que lo único que se podía sacar provecho en mi maltrecha fisionomía era una mirada limpia, Marta me aseguró que estaba interesante con esas gafas anchas. Cualquier día en el hueco del piano vertical o en el bolsillo de alguna chaqueta o, lo que me suele suceder a menudo, ahí mismo, donde suelo depositar las gafas para leer, aparezcan las bifocales.
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