14/06/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Durante dos maravillosos años compartí piso en el centro de Madrid con tres tíos a los que a día de hoy puedo considerar mis amigos a pesar de que nos vemos menos de lo que nos gustaría.

En aquel piso del que alguna vez he hablado en estas líneas, vecino del espíritu de Cervantes y propiedad de un único hombre que a principios de mes entraba en el portal con los bolsos vacíos y salía de él con fajos de billetes atados con gomas, una estelada colgada de la pared recibía a todos los invitados.

«Bueno, alguno de sus compañeros sería de Vic, Igualada oSant Cugat», pensarán para justificar la presencia de la enseña independentista. Nada más lejos de la realidad, aquel piso lo compartíamos gente de Marbella, Almería, León y un mallorquín al que lo del independentismo le sonaba más o menos igual que cuando yo le hablaba de leonesismo.

¿Y por qué estaba allí esa bandera? Pues simple y llanamente, porque tapaba un agujero. Recordar el porqué de todo aquello conllevaría indagar demasiado y seguramente confesar algún delito leve, pero los detalles no son necesarios para llegar igualmente a la moraleja. Porque si en vez de una estelada en ese momento hubiera habido una bandera de España, una ikurriña, una de León, de los Vosgos o del Cádiz hubieran cumplido igualmente su misión de no alertar al casero por el desperfecto. Porque las banderas, más allá de un trapo, son solo una excusa en la que escudarse... hasta para tapar una grieta.
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