17/07/2020
 Actualizado a 17/07/2020
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El fin de semana pasado tuvimos comicios electorales ‘parciales’ y aunque la relevancia de unas elecciones autonómicas tenga una importancia regional, en esta ocasión nos sirve de termómetro de cómo está la situación política en nuestro país, por tratarse de dos comunidades autónomas con bastantes peculiaridades, Galicia y el País Vasco y por salirse del calendario electoral ‘normal’.

El resultado, con sus luces y sus sombras, no lo podemos tomar con gran satisfacción y nos demuestra, una vez más, que el Estado de las autonomías, que se construyó tras la Constitución de 1978, se hizo para contentar y apaciguar un cáncer nacionalista que cada vez se desboca más y más.

Un país sano se construye gracias a la libertad y el trabajo de cada miembro de la sociedad que busca su prosperidad individual y la de su familia, siendo conscientes de que su marco jurídico, económico y de convivencia es su país y que existe una simbiosis entre el país y el individuo, de manera que cuanto mejor le vaya al individuo, mejor le irá al país y cuanto mejor le vaya al país, mejor le irá al individuo. Eso es así en el 95% de los países, por no decir en más, pero en España, como en otras tantas cosas, nos salimos de la norma.

Un buen puñado de ciudadanos de las comunidades autónomas mal llamadas ‘históricas’, piensan en otra clave. Ellos piensan en su propio interés en contra del interés general del país y asumen como cierto que el resto de España les está robando cosas que en realidad nos pertenecen a todos. Quieren lo mejor para ellos y para sus propias comunidades autónomas y si en sus pretensiones se anteponen los intereses de extremeños, manchegos o leoneses (pocas regiones tan históricas como León), se les pone el dedo corazón muy tieso y saludan al tendido con una enorme ‘peineta’.

Los políticos de esas comunidades, queriendo sacar partido de la situación, coquetean con ese sentimiento nacionalista, con la política idiomática, los mensajes y las costumbres, alimentando con más o menos intención esa desafección hacia el resto de España, quedando como lo más guay o como se dice ahora, lo más ‘cool’, del arco parlamentario.

Entre esos políticos habría que diferenciar dos grupos. Los hasta cierto punto bienintencionados partidarios de una ‘equidistancia’ en la que confunden moderación con vacío ideológico (tanto de izquierda, de derecha o de centro) y los políticos de un segundo grupo, malintencionados o malnacidos que siempre justificaron, justifican y justificarán la violencia para conseguir sus objetivos.

Unos por malos y otros por tontos, dan una pátina nacionalista a la educación, las subvenciones, las televisiones públicas y hasta la sanidad, de manera que los ciudadanos desde su más tierna infancia van generando un rechazo a España y los nuevos políticos que van llegando con ese espíritu equidistante, cada vez tienen que endurecer su discurso para seguir siendo guays en esa espiral de destrucción de la prosperidad nacional.
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