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Larga vida a los londinenses

09/05/2016
 Actualizado a 17/09/2019
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Quiero mucho a los irlandeses, en realidad me considero casi uno de ellos, pero también amo a Londres y lo que Londres significa. Que hayan elegido a Sadiq Khan como nuevo alcalde de la ciudad me demuestra una vez más su gran capacidad como urbe, y, desde luego, como sociedad, para entender cómo es el mundo en que vivimos, y cómo ha de ser una mirada razonable, sensata y moderna sobre este tiempo convulso. Reniego absolutamente del miedo como control de los ciudadanos: pero la crisis ha traído mucho miedo, y eso ha servido para cercenar libertades civiles y para sembrar inseguridades. Ahí tienen la cosecha de intolerancia que Europa ha recogido, y sigue recogiendo, con motivo de esa otra crisis, la de los refugiados, que nos llena de oprobio y de vergüenza. Las posturas simplificadoras, propagandisticas, dirigidas a una masa que, o bien no puede ser muy analítica, o bien vota con el miedo en el cuerpo, suelen triunfar, desgraciadamente, en tiempos así. Y no sólo en Europa. En el continente hemos vivido el ascenso de partidos excluyentes y xenófobos, y ese ascenso continúa, en países y sociedades que todos consideramos razonables, incluso muy bien educadas, sociedades que, se supone, deberían guardar memoria de lo que ha pasado en Europa cada vez que ha triunfado la intolerancia, el racismo, el enfrentamiento étnico, religioso o cultural. Creo, sin embargo, que somos muchos los que propugnamos una sociedad abierta, que no estamos dispuestos a que las visiones mezquinas, simplistas e interesadas de unos pocos nos lleven de nuevo a la catástrofe.

Pero ya digo que es muy fácil aprovecharse de la fragilidad de la memoria, un mal enorme, y mucho más fácil es aprovecharse de las personas dispuestas a agarrarse a un clavo ardiendo. Por eso el ejemplo de Londres, eligiendo a Sadiq Kahn, resulta tan revelador como aleccionador. No sólo porque ha ganado a un conservador escéptico, eso es lo de menos. Creo que el ‘Brexit’ es dañino para Europa, pero mucho más dañino aun para Inglaterra. Defenderlo es una vez más síntoma de un proteccionismo pacato y mezquino. Que Donald Trump esté a favor del ‘Brexit’ me confirma todavía más que se trata de un gran error. Pues en todas las semanas que llevamos de primarias en Estados Unidos no he escuchado una sola frase sensata de los labios del tal Trump (sean suyas o de sus asesores, tanto da), y en esto de la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea su tendencia al disparate, por supuesto, se mantiene. Donald Trump, en efecto, es un ejemplo perfecto de este momento de confusión y vulgar aprovechamiento del miedo en que vivimos. El miedo utilizado por los a menudo invisibles poderes fácticos que gobiernan el mundo para que la población, por apaleada que pueda estar, y lo está, no se desmande en exceso. Para que no osemos poner en cuestión esas adhesiones inquebrantables que vienen dictadas por los que certifican de antemano lo que es bueno y lo que es malo para nosotros.

Trump se ha quedado como único candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos en los últimos días, lo que a buen seguro le habrá confirmado el acierto de su propaganda y de sus propuestas, a la vista del éxito. Se trata, sin embargo, de una colección de ideas profundamente surrealistas, y, sobre todo, peligrosas. Nada mejor que definir la realidad de forma apocalíptica y después promover medidas, también apocalípticas, para solucionar los problemas. Un viejo truco. En suma, un mensaje superficial, infantiloide, y además bravucón. Un matonismo y un desprecio completamente intolerables en una sociedad moderna. Somos los ciudadanos los que tenemos que enseñar a gente así que la democracia es otra cosa, por mucho dinero que se tenga. Pero el problema reside en que muchos ciudadanos están dispuestos a creer en cantos de sirenas, aunque eso suponga hacer daño a gente muy desfavorecida (los emigrantes, por ejemplo), a ver mesías donde tal vez sólo hay charlatanes. Esto de los héroes, los salvadores y los milagros, créanme, es ‘rara avis’. Y no le ha faltado tiempo a este candidato para arremeter contra lo que él entiende como un gasto excesivo en la defensa de Europa, al tiempo que sugiere, ya digo, que el ‘Brexit’ es la solución perfecta para Inglaterra. No hay nada peor que querer gobernar desde la rivalidad, utilizando el miedo e incluso el odio para guardar la viña propia. No hay nada peor que un gobernante mezquino, aquel que piensa que todo lo que no sea su cortijo no merece la pena. Obama, antes de irse, ha reprendido severamente a Trump por su actitud, en un gesto inhabitual en un presidente saliente, es cierto, pero necesario ante el tamaño de las barbaridades escuchadas día tras día, envueltas en un lenguaje hosco e hiriente, pero, sobre todo, envueltas en la ignorancia.

Ha tenido que ser Londres, ya digo, la ciudad que acaba de responder a los intolerantes, a los sembradores del miedo, a los aprovechados de las fragilidades del presente, e incluso a sus propios políticos excluyentes. Elegir a Sadiq Khan, candidato laborista, hijo de un conductor de autobús de origen paquistaní, y, además, criado como musulmán en los suburbios del sur de la capital británica, es un acto de rebeldía social, un ejemplo colectivo de los que no están dispuestos a convertirse en un dócil rebaño seguidor del pensamiento político biempensante, derivado no pocas veces de ‘think tanks’ inmovilistas, poco proclives a reconocer los cambios y la evolución de la sociedad. No sabemos si Khan va a ser un buen alcalde: tendrá que demostrarlo, como los demás. Pero sí sabemos que su elección lleva implícito un mensaje sobre la tolerancia y la aceptación de la multiculturalidad. Por parte de todos, también hay que decirlo. Khan tomó posesión en una catedral, no sé si pretendió con ello realizar un gesto simbólico. En cualquier caso, poco importa, pues una sociedad moderna democrática debe separar la religión completamente de la política, como se separan, o deben separarse, también otras cosas. Londres, al elegirlo, está subrayando esa separación inapelable. La religión es un hecho cultural respetable, que pertenece al ámbito íntimo de las personas. Pero al tiempo está subrayando el carácter multiétnico de su sociedad, el progresivo cambio en los papeles y en las oportunidades de los ciudadanos que no son blancos y anglosajones, la evolución, en suma, hacia sociedades tolerantes que no preguntan ni por el color de la piel, ni por la identidad, ni por la religión. Lo normal, en suma. Es, como el propio Khan ha dicho, una victoria sobre el miedo y a favor de la esperanza. Gran parte de la literatura contemporánea inglesa, excelente en gran medida, habla de estas cosas. De estos cambios. Lean a Hanif Kureishi, lean a Zadie Smith, lean a Monica Ali. Reflejan cómo las sociedades cambian, cómo se fraguan los nuevos poderes y las nuevas estructuras en los contextos urbanos complejos. Kahn tiene la gran oportunidad de devolver a Londres lo que Londres merece por su valentía. Por su lección de tolerancia. Siempre he creído en las ciudades que apuestan por el futuro, por la transformación, por la modernidad. Lo contrario es estar condenado al fracaso, a la parálisis, a la grisura perpetua.
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