08/02/2015
 Actualizado a 18/09/2019
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Dentro de las tragedias físicas que uno habría de soportar, la de quedarse ciego y sordo a la vez es la que ofrece dificultades supremas de convivencia: si además de no oír, una persona ni tan siquiera es capaz de leer los labios de quien se expresa frente a él, estaremos de acuerdo en que su comunicación con quienes le rodean resulta nula. Mi primo (¿quién no tiene un primo o un cuñao?) ha magnificado, con su habitual pillería, la insignificancia de su operación de cataratas y la de su parcial audición, hasta hacer creer a familiares y amigos que ni ve ni oye ni siquiera intuye cualquiera de ambos sentidos. Aprovecha, sí, para incentivar alegremente los otros dos: el del gusto aceptando sin desánimo cuantas invitaciones gastronómicas le son ofrecidas; y el del tacto en menor medida, ya que, a su edad y en su ancestral vagancia, no está siquiera para manosear otro objeto que el del vaso de vino y la barra del bar, ni otra piel que la suya, donde todo se encuentra más que esquilmado.

Hace muchísimos años, casi en la prehistoria, cuando yo presumía de melena, mi hermana me presentó en el barrio de Pinilla, en el porche del Colegio de la Divina Pastora donde daba clases, a ‘Lamparilla’, el ilustre periodista leonés. Ignoro a cuento de qué frecuentaba a menudo, según me dijeron, el colegio de las monjas ‘pastorinas’. Él sí estaba sordo y ciego por completo en su vejez, aunque, lejos de la pericia egoísta de mi primo, seguía siendo un hombre intuitivo e ingenioso. Se equivocó, al principio, al pasarme la mano por la melena y pensar que yo era una chica, si bien enseguida, al apretarme el brazo, se retractó y trató de enmendar el equívoco hablando sin parar durante un buen rato. Para comunicarte conmigo, dijo, tendré que ser yo quien lleve la voz cantante. Lógicamente no había otra posibilidad: él hablaría para insinuar el tema de conversación, y yo tan sólo habría de darle un breve golpe en la mano para asentir ante cualquier propuesta, y dos para negarla. Le he dicho a mi primo a media voz que tiene que aplicar a su quehacer diario la táctica de Lamparilla, la de los golpes en el dorso de la mano. Y, pese a la sordera que dice padecer, ha saltado como un resorte: «Quita, quita, lo que me faltaba. Ni que yo fuera un viejo».

Cómo me gusta recobrar aquel momento de mi juventud y, aunque fuera a base de una idea artificiosa, recuperar la imposible ‘conversación’ que mantuve a la entrada del Colegio con Lamparilla. Yo era un chaval a quien lo único que le interesaba era jugar al fútbol en la ribera del Torío, en Puente Castro, y aquel hombre ciego y sordo era un personaje importante –decía mi hermana– que escribía en los periódicos de León.

Luego, al cabo de los años, supe que ‘Lamparilla’, el joven periodista liberal, se había orientado hacia otro periodismo y otras ideas más ‘nacionales’ haciendo cuanto estuvo en su mano para prohibir el entierro de Genarín. Nunca me preguntó, estaría bueno, en el transcurso de aquella ‘conversación’ si sabía quién era Genarín. Yo lo supe años después, cuando me lo contó Julio, autor del celebérrimo ‘El entierro de Genarín’, que encumbró a Genaro Blanco, vecino de mi barrio. Con el tiempo se me ocurrió poner mi granito de arena en la historia del famoso pellejero con una novela, ‘La otra vida de Julia’, cuyo protagonista, el nieto de Genarín, llega a Badajoz, ciudad en la que, a cuenta del famoso abuelo, obra algún que otro milagro y reparte sus estampas con esta plegaria ripiosa: «Santo Genaro del alma,/ patrón de las prostitutas/ y de los turbios beodos/ que en las tabernas reclutas./ Faro lúcido, adalid/ de los poetas más fieles,/ borrachuzo empedernido/ cargado siempre de pieles./ Concédeme este favor (….)/ oh, pellejero divino/, que yo te he de prometer/ emborracharme de vino./ Pero qué digo de vino,/ de aguardiente habrá de ser,/ que la fama que adquiriste/ a base de orujo fue./ Y si la gracia que imploro/ y en la que me va la vida/ mereciese tu interés,/ de justicia es que proclame,/ santo padre Genarín,/ por siempre tu nombre, amén».

Me dice mi primo que él es de otra estirpe, que no tiene nada que ver con Lamparilla, ni menos con Genarín. Yo muevo a un lado y a otro la cabeza y me atrevo a replicarle: «Ya te gustaría, primo».
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