24/01/2017
 Actualizado a 12/09/2019
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Costumbre se ha hecho que los cambios de año vengan acompañados por el reconocimiento de palabras que en ellos se han puesto de moda. Posverdad y populismo son las de 2016 a juicio del Diccionario Oxford y de la Fundación del Español Urgente.

No enmendaremos la plana a tan sabias decisiones. Sin embargo, a pesar de la popularidad de la que ambos términos han gozado (y gozarán) durante los últimos meses, conviene apuntar otro nada novedoso que se ha convertido en uno de los mayores comodines del lenguaje público: lacra. Este vicio físico o moral es, al parecer, todo cuanto se puede decir acerca de cualquier afrenta que la sociedad recibe en estos tiempos, ya sea el terrorismo, ya sea la corrupción, ya sean los asesinatos machistas… Nadie encuentra, o intenta encontrar, otro modo de referirse a todo ello, de tal forma que las declaraciones sobre una u otra materia son intercambiables entre sí y fáciles de acomodar al contexto que corresponda en cada caso. En suma, se trata de no decir nada, que es lo que suele ocurrir con ese tipo de mensajes reiterativos: acaban perdiendo su significado a fuerza de ser manoseados y, lamentablemente, trasladan ese mismo vacío a aquello a lo que vienen a calificar.

No se trata de que los personajes públicos sean doctos en el uso del lenguaje, poco se puede esperar ya de esa fuente, ni que cualquiera de nosotros escape de los tics impuestos por la comunicación simplista que rige casi toda la información publicada, pero sí sería deseable un poco más de rigor a quienes hace valoraciones en voz alta, una mínima demostración de que se está por encima de los umbrales de la enseñanza obligatoria y un mérito, lingüístico, para ganarse el sueldo como portavoces oficiales.

De lo contrario, como tristemente ocurre, la lacra primera, aquella que marca a quien la tiene, no será otra que la pobreza expresiva, que es tanto como decir pobreza mental, cuyo mayor exponente es hoy, no por casualidad, uno de los mayores expertos en posverdad y en populismo.
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