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La voladura de los recuerdos

08/05/2022
 Actualizado a 08/05/2022
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Este viernes se volaron las torres que refrigeraban la térmica de la Robla, mastodontes de más de cien metros de altura que dominaban ese paisaje desde hace medio siglo. Suficiente tiempo para que se hubieran convertido en una estampa familiar y suficiente para que se reclamase su conservación aduciendo que ya eran parte de la memoria del valle. De emblemáticas, y hasta míticas, se las califica en estos días. Quizás cuando se construyeron alguien echó de menos el antiguo paraje donde había pasado su vida, reclamando, siquiera íntimamente, su derecho a mantenerlo indemne. Quizás alguien lo contemple de nuevo y rescate sensaciones perdidas. Del derribo quedarán imágenes y vídeos, otra performance de tanta postrimería.

La memoria cada vez es un artilugio más flaco y maleable y sus necesidades más urgentes y tornadizas. En el frenesí de nuestras sociedades entregadas a la obsolescencia vemos desvanecerse el teatro de nuestra vida como ninguna generación lo hizo, tan rápida y absurdamente que nos aferramos a cualquier vestigio con tal de que ofrezca la suficiente peculiaridad, un anclaje con pasados personales a menudo imaginarios. Identidad llamamos a los placebos contra esa frustración.

Se encuentra a menudo en esa tesitura el patrimonio industrial desde que empezó a abandonar sus imponentes esqueletos a lo largo del continente a causa de su propia metamorfosis. Más ha de desmantelar si queremos un futuro en que esa industria no nos sepulte bajo los efectos que causa en el clima y el medioambiente. Quienes querrían conservar el envoltorio de aquellos afanes se enfrentan a los que dan por cancelada una etapa más. Ese sino polémico se multiplica en el terreno movedizo del patrimonio inmaterial, cúspide de una concepción de la herencia cultural que a menudo se asemeja a la momificación: muerto lo genuino, se eviscera y reseca para su mejor preservación.

Por otro lado, la vieja idea de patrimonio cultural, entendido como la voluntad de preservación de lo más señalado por la historia (a causa de su antigüedad, belleza, escasez...), ha dado lugar a un proceso inflacionario entregado a la búsqueda de ingresos y singularidades quiméricas merced a un turismo convertido en fuente de numerosas extravagancias, despilfarros y disparates. En nombre de esa memoria en que el pasado se moldea a punta de publirreportajes, galas y demás fanfarrias se levantan tramoyas tras las que operan inconfesables intereses.

La misma falta de rigor que lleva a los políticos a probarse una historia prêt-à-porter favorecedora, hablando de España en época romana o de al-Ándalus como si fuera algo ajeno, se instala en los discursos de ciertos ‘productos culturales’ con la insidiosa seguridad que da ser más un producto que algo cultural. Comisionistas nunca faltan.

En el solar de las demolidas torres de La Robla se anuncia la mayor planta de hidrógeno limpio del país, que, quizás, en medio siglo se convierta en un lugar cuyo recuerdo merecerá la pena salvar de una voladura.
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