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La vieja normalidad

03/05/2020
 Actualizado a 04/05/2020
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En la nueva normalidad, si quieres entrar a algunos valles de la provincia de León te encuentras un cartel que te invita a llamar por teléfono anunciando tu llegada. Te preguntan quién eres, cuál es tu matrícula, a dónde vas y cuánto tiempo vas a tardar. Tienes que avisar cuando te vayas. La escena se repite en muchos pueblos leoneses, aislados para bien y para mal porque allí terminan las carreteras, y no te quedan ganas ni de saltarte las recomendaciones ni de vacilar porque te sientes algo así como un forajido que llega al pueblo del lejano Oeste y que tiene que buscar al sheriff para entregar su revólver. Aunque tú no ves a nadie, tienes la certeza de que detrás de las cortinas hay alguien mirando y, como desde hace un par de meses tienes la sensación de protagonizar una película de ciencia ficción, aligeras y te vas lo antes que puedes por si empieza el tiroteo. Lo más triste de que termine el confinamiento en los pueblos es que no se nota demasiado. La nueva y la vieja normalidad se funden peligrosamente en las calles desiertas, en las persianas bajadas, en las chimeneas sin carbonilla. A pesar de ello, los veraneantes confinados en la ciudad suspiran tanto por esta primavera recién pintada que sueñan no sólo con dejar de estar confinados, sino también con dejar de ser veraneantes. Se imaginan una nueva normalidad teletrabajando desde su pueblo, pero se acababan topando con la vieja normalidad y quedan atrapados entre ambas: después de varias décadas, cientos de titulares, miles de promesas y se supone que millones de inversiones, sigue sin haber conexión a internet. La pandemia, de momento, agita más la imaginación que la conciencia.

En la nueva normalidad, tengo una amiga que sigue exprimiendo al máximo todas las posibilidades de Tinder. En la vieja normalidad, con éxito o sin él, ya había agotado todas las opciones que había encontrado en su ciudad, como quien se termina la pantalla de un videojuego y pasa al siguiente nivel, pero ahora el abanico es muy otro. No hay contacto posible (o no debería, claro, que más contradicciones aporta el CIS) pero el juego es libre y el cortejo, para ella, completamente necesario, así que las miradas arden por encima de las mascarillas. Como los bares están cerrados, queda con desconocidos en los pasillos del supermercado. Pasa de largo por las estanterías vacías de los tintes, como si a ella no le hicieran falta, y en el de los congelados le espera un apuesto casado al que ve de lejos y al que ni siquiera se acerca porque ha tenido el cuajo de acudir a la cita con uno de sus hijos. En el pasillo de las conservas queda con lo que ella llama maduritos, que vienen a ser de su edad, y en el de la comida sana con jóvenes musculosos a los que roza con el carrito para ver cómo reaccionan y saber si son educados. Aunque hay mucho donde elegir, porque el mar está lleno de peces y cada vez más de náufragos, a casi todos les encuentra alguna tara. Cuando se decide por uno, ella lo define diciendo que es «normal, como yo», lo que no deja de generar cierta incertidumbre entre quienes la conocemos. Para no dar pasos en falso, lo primero que hacen es quedar para ver una película juntos a través de una videollamada, así sabrá si el candidato ríe cuando hay que reír y si se ablanda en las escenas tiernas.

La nueva normalidad tiene bastante poco de normalidad. Algunos entienden que por el simple hecho de ser nueva ya no puede ser normalidad, cuando el verdadero riesgo, antes y ahora, está en confundir normalidad con continuidad. Aprovechar la ocasión para eliminar lo malo y quedarnos con lo bueno suena demasiado bien, pero tampoco se le pueden pedir milagros a la desescalada: a nadie se le debería olvidar que ya en la vieja normalidad lo más raro era encontrar a alguien normal.
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