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La vida social de los muertos

29/10/2021
 Actualizado a 29/10/2021
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Las sepulturas, cuánto más austeras, mejor”, decía mi padre. Sin embargo, mis abuelos maternos pensaban todo lo contrario. Revistieron de mármol negro y ángel de bronce el mausoleo familiar. En la familia de mi padre, la sepultura, con tres sencillas lápidas blancas y ningún adorno, estaba siempre impoluta. En la de mi madre, las agujas de los cipreses y las hojas secas se acumulaban sobre los nombres labrados en la piedra. La familia paterna es del páramo, tierra llana, inmensa, barrida por el viento. La materna, de la ribera, orillas sinuosas y arboladas de tres ríos. Formas de ver la vida y formas de ver la muerte.

Sepulcros, y si estaban limpios o no, y si vas al cementerio, pásale un trapo a la lápida y quita las flores mustias, eran un tema de conversación en mi adolescencia. Desde niña estoy acostumbrada a ir al cementerio. Cuando murió mi madre la enterraron en la sepultura austera de la familia paterna, situada junto a la tapia del camposanto.

Mi padre nos llevaba a menudo a visitarla los domingos. Nos quedábamos los cuatro apiñados en la esquina, el sol de invierno –no sé por qué siempre había sol, frío y viento– nos daba en los ojos, y delante, vislumbrábamos todo el campo de viñas abandonadas y viejas bodegas, y al fondo, la silueta misteriosa del Teleno. Rezábamos un padrenuestro y alguien murmuraba con voz trémula, por mamá, y el resto pensaba, pero no lo decía, ojalá nos estés escuchando. Se hacía el silencio por unos minutos, se escuchaban los gorriones, a veces el canto alto de una alondra. Había ojos húmedos, nudos en el pecho y, por un momento, todos compartíamos el mismo dolor. Aunque no lo expresáramos, aunque no hubiera palabras ni besos ni abrazos. El cementerio era para nosotros una especie de catarsis silenciosa. Después íbamos a comprar unos pasteles para el postre –siempre era justo antes de la comida– con la sensación de haber superado una prueba, de haber hecho algo bueno.

Creo que los cementerios juegan ese papel catártico.

Que en algún lugar esté escrito en piedra el nombre de la persona que amaste, te hace bien. Que quede esa memoria para la eternidad, te hace bien. Es un rito que tiene todo el sentido. Aunque he de reconocer que yo jamás los visito el día de Todos los Santos. Porque precisamente, ese día, con el ajetreo, las idas y venidas y la vida social de los vivos, se pierde la vida de los muertos.
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