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La vida ata cabos

20/09/2020
 Actualizado a 20/09/2020
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Uno cree que aprender es importante y se convierte en un jodido intelectual que trata de serlo más que los demás», cantaba en los ochenta Kortatu dentro de su particular visión de ‘La cultura’, ese sector que parece centrado únicamente en cultivar el espíritu pero que, en cuanto se empieza a hablar de dinero, pasa a denominarse industria. Históricamente maltratado por la derecha de este país, que siempre le impuso cierta presunción de culpabilidad (no ayuda, claro, el color elegido para su reivindicación), se echó también a la calle esta semana porque ha sufrido su desprecio más doloroso por parte del Gobierno de coalición, al que a su vez le había aplicado, por ser de izquierdas, la presunción de ser más sensible con los creadores.

Quizá sólo a través del ensimismamiento de los artistas, su alejamiento más o menos voluntario de la realidad, se pueda entender que, a estas alturas, a alguno todavía le quedaran dudas. Estarían buscando musas cuando Pedro Sánchez fichó como ministro de Cultura a un tipo que se hizo famoso por dar conversación a Ana Rosa Quintana, esa gran escritora, o cuando para resolver el escándalo que eso terminó generando nombró como sustituto al más sensible que tenía a mano: un tipo que venía de asesorar a las víctimas del terrorismo. El presidente, conocedor de la mejor fórmula para que su nombre se elevara por encima del resto, nombró a tantos ministros y ministras que, ahora, para celebrar sus consejos con las pertinentes distancias de seguridad, no caben en la mismísima Moncloa. Los hay, incluso, sin competencias, pero que dan lustre a la orla. A pesar de ello, no hubo tampoco esta vez la ocasión de crear un ministerio de Cultura como tal. Por lo visto, cuando llega la hora de repartirse el poder, en todas las administraciones debe de estar considerado un despilfarro no unir la Cultura al Deporte, a la Educación, al Turismo o al Patrimonio.

El enfado del sector parece comprensible teniendo en cuenta que, lejos de poder considerarse esencial, se contempló desde el principio hasta el final como perfectamente prescindible, algo que tampoco debería sorprender al ver la declaración de intenciones que supuso la lista de prioridades de la desescalada: los bares primero y los colegios después. Y en el poco tiempo durante el que conseguimos aplanar la curva, ante la complejidad que se presentaba para organizar eventos, la mayoría de las instituciones optaron por la postura más rajoniana: no hacer nada. De todo ello se desprende un evidente desprecio hacia la cultura, cuando no temor a generar espíritus demasiados críticos. Una obra de teatro, un concierto o la presentación de un libro no sirven para rastrear contagios, descongestionar la Atención Primaria ni bajar la fiebre al personal. «Pero la vida», escribe Luis Mateo Diez en ‘Las lecciones de las cosas’, «ata cabos donde la imaginación no llega», y lo cierto es que, hoy, los más críticos no son precisamente los más cultos: los negacionistas, los que hablan como si hubieran gestionado miles de pandemias en su vida, los que se quitan la mascarilla para toser y los que dirán «ya lo sabía yo» cuando inventen la vacuna son los menos… digamos cultivados. Así, la cultura podría ser, también en esta circunstancia, la mejor herramienta posible para que no existan rastreadores radicales que contagien odio al infectado, para que no haya pacientes dando coces a las puertas de los ambulatorios o para que alguien no exija ser ingresado por unas décimas de fiebre, del mismo modo que, ya antes del virus, era la mejor herramienta para combatir grandes lacras sociales como el racismo, la explotación o el machismo.

Durante el confinamiento, la ciencia ficción tomó las calles y la respuesta de una gran parte de la población, ante la ausencia de fútbol, fue buscar otras ficciones más amables. Eso no ha servido para poner en valor un sector, industria o como se le quiera llamar que no sólo la política usa únicamente para redondear sus discursos o dar color a sus fotografías, sino que la sociedad en general menosprecia aunque acuda, cada vez más a menudo, a las múltiples formas en que se puede manifestar su placentero refugio. Pasa algo parecido con los medios de comunicación, aunque es probable que sólo se trate de una apreciación personal: si hubiera metido un duro en una hucha cada vez que me han dicho «la cultura no vende periódicos» hoy sería millonario.
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