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La utopía que no cesa

José Luis Gavilanes Laso
29/03/2016
 Actualizado a 07/09/2019
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En este año, que discurre con más pena que gloria, se cumple el centenario de un hito dentro de una utopía que no cesa: la erradicación de la miseria, la desigualdad y la injusta distribución de la riqueza a través de un consorcio obrero internacional. En el congreso de París de 1889 se creaba la II internacional obrera. Conviene recordar que las internacionales obreras es el nombre que adoptaron a lo largo de los siglos XIX y XX diversas organizaciones supraestatales de la clase obrera y de sus grupos políticos y sindicales. Al margen de la nacionalidad y de las fronteras a las que las que pertenecían, las gentes asalariadas de todo el mundo sufrían los mismos problemas y aspiraban a los mismos objetivos. «Proletarios de los países, uníos», proclamaba el Manifiesto Comunista, en pos de una revolución universal y la conquista del poder en manos y pies de la burguesía capitalista. Entre sus logros, la II internacional, de carácter esencialmente socialdemócrata, impulsó la manifestación anual del 1 de mayo, la solicitud de la jornada laboral de ocho horas, el 8 de marzo como día de la mujer trabajadora y el himno conocido por ‘La Internacional’. Aunque el congreso de Stuttgart (1907) reafirmó su oposición a la guerra, el estallido de la primera guerra mundial dio al traste con la pervivencia de esta segunda internacional. La clase trabajadora, dividida entre los sentimientos patrióticos y el ideal de solidaridad internacional, optó por los primeros, se enroló en los ejércitos contendientes, abandonó la causa que inspiraba la organización y en 1916 se disolvía, dando paso acto seguido a la III internacional, de corte comunista, a partir de la revolución bolchevique en Rusia.

La masa trabajadora internacionalmente organizada logró algunas conquistas sociales, pero fracasó a la hora de imponer la paz entre los Estados europeos a los que pertenecía, no una sino dos veces, con las sucesivas guerras mundiales, que más que mundiales fueron esencialmente europeas. En la primera de ellas los hombres marchaban alegres y contentos al frente como a la celebración de unos juegos florales, sin percatarse que su vida acabaría en inmundas trincheras en las que los obreros, poco antes coaligados en una empresa común, acabarían matándose unos a otros. Y al final de la contienda, en vez de cicatrizarse las heridas entre los contrincantes, quedaron más abiertas. La impresionante mortandad padecida y la subsiguiente multiplicación en cuanto a devastación sufrida en la segunda guerra sobrevenida 24 años después, obligó a los propios Estados europeos a mancomunar esfuerzos para evitar un tercer enfrentamiento bélico, dentro ya de la era atómica, que, caso de producirse, conllevaría la irremisible regresión del hombre a la edad de piedra.

Como suele haber una causa económica detrás de todo conflicto bélico, ello dio motivo a la obligada y urgente empresa de una comunidad económica europea que pusiese fin a sus luchas congénitas a lo largo de diez siglos, y que en un principio se constituyó por seis países, conocida generalmente por Mercado Común, progresivamente ampliada hasta el establecimiento de una Unión Europea de 28 países. A la asociación económica y mercantil de un principio se han sumado, no sin tener que salvar obstáculos por el camino y sin la integración de todos los miembros, otros logros como: constitución de un parlamento europeo, unión monetaria, supresión arancelaria y de fronteras, etc.

Pero si las circunstancias que originaron la primera guerra mundial acabaron con la II internacional obrera, una crisis económica está causando serias grietas en una Europa aparentemente compacta y solidaria. Una Europa puesta ahora en trance por acciones de terrorismo yihadista (Madrid, Londres, París, Bruselas) y una oleada de miles de emigrantes asiáticos y africanos que llaman angustiados a su puerta pidiendo asilo, mientras al otro lado una voz temblorosa e insolidaria responde: «Dios os ampare». La respuesta ultraconservadora en el seno europeo no se ha hecho esperar. Para que el Reino Unido no se vaya de la UE el resto de los países han tenido que ceder a sus pretensiones creando agravios comparativos. En recientes comicios regionales de Alemania, el partido de ultraderecha ‘Alternativa por Alemania’, por xenófobo y neonazi, ha obtenido unos magníficos resultados desafiando la política migratoria de la señora Merkel. Antecedentes del mismo signo ya estaban en Francia y los hay también sin disimulo en otros países de la UE que no quieren ver refugiados ni en pintura. Mientras que en España, un Gobierno (en funciones) disimuladamente reacio a la acogida y una oposición teóricamente de brazos abiertos, en realidad no hacen sino jugar a la política con la desgracia ajena.

Si la primera guerra mundial puso en evidencia la hermandad obrera de la II internacional, la crisis de refugiados actual y el terrorismo están poniendo en solfa la verdadera cohesión política y social de la UE, una crisis que está abriendo las costuras de su debilidad. Lo que, por otra parte, no es nada nuevo, pues ya se puso de manifiesto cuando la guerra de los Balcanes, cuya división de preferencias e incapacidad resolutiva europea fue subsanada, no diplomáticamente, sino gracias a la OTAN sembrando bombas sobre Belgrado.

Como advierte Tony Judt (Sobre el olvido del siglo XX, 2008), de todas nuestras ilusiones contemporáneas, la más peligrosa es aquella sobre la que se sustentan todas las demás; la idea de que vivimos en una época sin precedentes, que lo que está ocurriéndonos ahora es nuevo e irreversible y que el pasado no tiene nada que enseñarnos para saquearlo en busca de útiles precedentes. En Europa hay una generación de jóvenes ciudadanos y políticos cada vez más olvidadizos de la historia. El miedo está resurgiendo como un ingrediente activo de la vida política en las democracias occidentales. El miedo al terrorismo, por supuesto, pero también, y quizá de forma más insidiosa, el miedo a la incontrolable velocidad del cambio, a perder el empleo, a quedar atrás en una distribución de recursos cada vez más desigual.

Asistimos a una revitalización de grupos de presión, partidos políticos y programas basados en el miedo: miedo a los extranjeros, miedo al cambio, miedo a las fronteras abiertas y a las comunicaciones libres, miedo a la expresión de opiniones incómodas. Los principales partidos políticos del Reino Unido, Francia, Dinamarca, Holanda, Polonia y Hungría están adoptando una línea dura con los visitantes, los ‘extraños’ (‘bárbaros’, los llamaban antiguamente), los inmigrantes ilegales y las minorías culturales y religiosas. En el futuro podemos esperar más desarrollos en esta línea probablemente dirigidos a restringir el flujo de bienes e ideas, así como de personas «que representan una amenaza». La política de la inseguridad es contagiosa.

Las internacionales obreras lograron avances sociales mientras pervivieron, pero, al final, no acabaron con la utopía, esto es, con ese mundo encantado o gobierno ideal de lo ‘supranacional’ y de ‘a cada uno según sus necesidades’. Cabe preguntarse, tras sus logros evidentes, ¿la UE no será también un bello ensueño pasajero, un espejismo hacia el ‘final de la utopía’? Desgraciadamente, cada vez estamos más lejos de la humanidad cercana a la perfección de alcanzar una sociedad más justa de seres humanos liberados del trío apestoso: miseria, represión y explotación, como creía ya Herbert Matcuse que se daban las circunstancias, en su libro El final de la utopía (1968).
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