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La última primera vez

08/08/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Le iluminaba los ojos ese brillo vidrioso de la felicidad. Un chaval norteafricano de unos diez años. Iba acompañado de su familia de acogida en España. Todos en bicicleta habían subido la última cuesta asturiana para, por primera vez, desde lo alto de la loma ver el mar. Frenó en seco y echó pie al suelo sin soltar el manillar como si fuera el ancla que le clavara a la tierra ante la inmensidad del Cantábrico. Su rostro variaba con sutileza entre la ilusión y el pavor, entre la fascinación y ese miedo profundo que revela nuestra insignificancia. –«¿Qué te parece el mar?» Le preguntaban sus padres y hermanos españoles. Pero durante un par de decenas de segundos no respondió, seguía sumergido en una ceremonia íntima del descubrimiento.

Fuimos testigos casuales de la escena mientras paseábamos hacia la playa. Toalla al hombro como tantas veces, deseando que nos arrullen las olas como tantas vences, buscando nadar la más alta como siempre. Nos miramos y sonreímos, les miramos y nos sonrieron, haciéndonos cómplices de ese momento único para aquel niño del desierto, también inmenso, de piel chocolate y pelo de caracolas. El mar, por primera vez. Qué envidia. A los diez años y en un viaje que recordará.

No recuerdo la primera vez que vi el mar. Ni la de la mayor parte de las cosas que ahora nos hacen felices. Es caprichosa la memoria y curiosa la mirada adulta que va acumulando el poso de la experiencia. Con el paso de los años uno agota, por suerte, casi todas las primeras veces. Y sin nada que estrenar y sin el recuerdo de aquella primera, dedica su existencia a saborear la última vez deseando que nunca sea la última.

Aquel niño pedaleó camino abajo ansioso, tiró la bici donde comenzaba la arena de playa. Saltó la olas, tomó el sol, paseó la orilla al caer la tarde. Como nosotros. Ahora sí, con la misma ilusión que nosotros, con la misma sensación de que hay atardeceres que merecen la pena. Perdida la inocencia, la felicidad es volver a mirar para empapar la memoria. Por eso de los veranos, siempre recuerdo el último.
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