La última lección de Pepe Álvarez de Paz

Buscó para despedirse el mar que mira a Occidente, y allá se fue con el ocaso, dejando entre nosotros una estela de respeto y de cariño

Por Valentín Carrera
17/02/2021
 Actualizado a 17/02/2021
Álvarez de Paz, en una visita a Uganda como eurodiputado en 1991.
Álvarez de Paz, en una visita a Uganda como eurodiputado en 1991.
La madrugada ha traído la noticia triste y desapacible: «Acabo de hablar con Teresina y, con profundo dolor y tristeza, tengo que comunicaros que nuestro Pepe Álvarez de Pazacaba de fallecer en Bayona. Los últimos tiempos han sido muy duros frente a una cruel enfermedad, pero lo sobrellevó con enorme entereza, siempre acompañado por Teresina y David».

A primera hora, la sacudida emocional prendía ya su tristeza desde Baiona a Noceda, desde Ponferrada a Madrid, en cientos de amigos y amigas, compañeros de una y mil batallas; en toda la familia socialista berciana, española y europea. Por abrazarnos y darnos consuelo mutuo, hablé con uno de sus amigos más queridos, Amancio Prada: «Seguía activo, lúcido, vital, pensando, escribiendo; hace pocos días me envió un poema sobre las islas Cíes. Luchó hasta el último minuto como un león».

Pepe fue durante cuatro décadas faro de la política y la cultura berciana, referente fundamental de la Transición. No es preciso insistir en su bonhomía, su bondad de carácter y afabilidad; y con esa sonrisa picarona y cómplice que asomaba a sus ojos vivaces quiero quedarme en su despedida.

Cuando colaboré con él en la edición de sus memorias, Nombres propios, en la primavera de 2018, Pepe ya no podía hablar: yo le consultaba dudas o preguntas, y él me contestaba por escrito en trozos de papel y folios vueltos, con caligrafía de seminarista escarmentado.

La experiencia editorial con Pepe fue entrañable, apasionante y solo puedo expresarle mi gratitud por todo lo que me enseñó en aquellos días y meses: un lujo personal y profesional. Primera reflexión: hablábamos sin palabras; se entienden los que quieren entenderse; la comunicación no es ruido, sino empatía.

Las citas en su casa del Plantío eran divertidas: papelito va, papelito viene. Aunque la enfermedad estaba ya muy avanzada, Pepe me recibía siempre alegre y contento, y con la sonrisa en los ojos. Luego —siempre, en cada encuentro—, lo primerito que hacía era escribir una notita para preguntarme por mi padre Tomás y por mi hija Sandra, entonces con leucemia. Deliciosa empatía, de corazón a corazón. ¡Cómo no quererle!

El libro fue cuajando con ayuda de Amancio Prada, Juan Carlos Mestre, Demetrio Madrid y Cristóbal Gabarrón, que aportaron canciones, poemas prólogos y láminas luminosas: percibí en todos ellos un profundo sentido de la amistad hacia Pepe, que me hizo reflexionar sobre la talla humana de este andarín berciano.

La primera versión del libro tenía más de 400 páginas: «Poda, poda y poda», me ordenó Pepe en una notita de las suyas, cayendo las risas por los bordes del papel amarillo. Podamos y el árbol floreció, volvimos a reunirnos ¡para corregir pruebas! en una habitación del hospital de Santiago, donde se recuperaba de una de tantas puñeteras intervenciones. Allí estaba, tendido en la cama, sin una queja; y a su lado, con infinita energía y cariño, Teresina, animándole a esforzarse en hablar: «¡Habla, hombre, que tienes que hablar!»; pero ya Pepe me enseñaba otro papelín, antes de despedirnos: “Dale muchos recuerdos a tu padre”.

Habían sido rivales políticos, en muy distintas orillas, pero yo nunca oí a mi padre hablar mal de Pepe, ni de nadie, y viceversa. Segunda lección: su respeto mutuo —sincero y educado— es un ejemplo de convivencia urgente para la España voxiferante.

Cuando se publicó Nombres propios reconocí de nuevo la humanidad de Pepe: cada presentación —Ponferrada, A Guarda, Madrid— se convertía en un homenaje, un festival de abrazos y risas. Tercer pensamiento: ¡Qué difícil es escribir un libro sobre más de trescientas personas y no hablar mal de nadie, sino al contrario, tener una palabra justa y amable para cada uno de ellos!

La enfermedad siguió avanzando —pese a los esfuerzos del cirujano ponferradino Chema Albertos—, afectando a la boca, pero sin alcanzar a su indómito optimismo. «Pepe, siento la complicación. Ánimo», fue mi mensaje cuando supe que la herida no cicatrizaba; y su respuesta, implacable como una sentencia: «Por supuesto, todo irá bien».

Y así continuó, activo y escribiendo hasta el final; por cierto, cada día más comprometido con el ecologismo berciano y con la ong Bierzo Aire Limpio: me escribía indignado contra la incineración de neumáticos en Cementos Cosmos o cabreado por los escapes en Roldán; y más enfadado aún porque le habían censurado un artículo en un periódico.

Buscó para despedirse el horizonte abierto del mar atlántico que mira hacia Occidente; y allá se fue con el ocaso, dejando entre nosotros una estela luminosa de respeto y de cariño. Solo debo expresar aquí, hoy, mi inmensa gratitud a Pepe por todo lo que aprendí a su lado; por su ejemplo de bondad y generosidad; por su fuerza de voluntad, sin una queja; por su heroica lección ante la adversidad, tan lúcida y necesaria en tiempos de pandemia: «Tenemos que aprender a convivir con la incertidumbre».
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