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La última curva

11/06/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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Fue más o menos en esta época. El verde estallando en los montes, el viento jugando con el trigo, las casas ventilándose, los huertos empezando a coger color, tenis y enjambres a la hora de la siesta, exámenes en las conversaciones, las primeras fiestas de los pueblos y la última curva. Perdí a mi mejor amigo en esta época y el verano ya nunca llega igual que antes. Ahora pertenece a esa serie de personajes que en mi cabeza están a medio camino entre la realidad y la ficción. Él era así contando las cosas: ni verdad ni mentira. A mí me daba igual. En su caso se agradecían mucho las versiones extendidas. Tanta risa me hizo pasar que aún hoy, casi quince años después, me parece que no podré soportar tanta pena. Andará por el cielo mordiéndose el nudillo, comido por los nervios. Siempre iba a toda velocidad en su coche y siempre había alguien, incluido yo, que le decía que, algún día, se iba a matar. Y pasó. A muchos, por tanto, no les sorprendió, pero yo no he terminado de creérmelo ni he aprendido a vivir la con la sensación de que tenía que haber sido más insistente en mis consejos. Cada día descubro un nuevo lugar, una nueva fecha, un nuevo problema o una nueva discusión en la que me falta. No soy huérfano ni viudo, pero me siento un poco de ambos. Creía que algo iba a cambiar cuando desapareciesen las calles por las que anduvo, los bares en los que entró, la gente que conoció, los negocios que tuvo, las ciudades y los pueblos en los que estuvimos juntos, las carreteras que conocía de memoria, los coches que condujo, los camiones que llevan su nombre, las fiestas en las que no paraba de saludar a todo el mundo, las mujeres que creyeron ser sus novias... pero hay huellas que no se borran nunca aunque seas capaz de volver a darle importancia a los problemas menores, certezas de cómo sería todo ahora que te asaltan cualquier día, en medio de la normalidad que hayas construido. Como si hubiera sido ayer recuerdo la complicidad extrema, las risas garantizadas, la sinceridad brutal, su saber estar con los ricos y con los pobres, la perspectiva de un adulto en la mirada de un niño (le dediqué un libro: «Para Juventino, que no llegó a viejo pero fue sabio») y a veces termino hasta riéndome a solas cuando imagino sus comentarios sobre lo que ahora me rodea. Sabía lo que me pasaba sólo con mirarme, y yo no entendía lo que me pasaba hasta que no me escuchaba contándoselo a él. Pero llegan más noticias de accidentes de tráfico en la madrugada, noticias que no necesitan de las nuevas tecnologías para propagarse con la voracidad de las llamas por las cocinas y por los bares, y se me quitan las ganas de todo. «Uno se pone a escribir y le salen las tripas por delante», decía Pedro G. Trapiello. La tragedia repetida, la tragedia advertida, la crueldad del «se veía venir». Otras vidas truncadas al cruzar la calle, que diría Alfonso Martínez, en quien a veces le veo reflejado. Otras familias y otros amigos a los que se les va a parar el tiempo. Otros veranos que pasarán de largo. A veces pienso que cada vez hablo más solo... o acaso ya nunca hablo solo del todo.
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