18/03/2018
 Actualizado a 16/09/2019
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En un bar de cuyo nombre no puedo acordarme te daban a la entrada una pizarra para que escribieras tu declaración de intenciones. No aclaraban si el objetivo era ligar o todo lo contrario. Eran aquellos lejanos tiempos en los que no había ni frases ni fotos de perfil y en los que gritar por la ventana era la red social más usada (gracias Xhelazz por la frase, gracias Andrés por el paréntesis). Yo escribí primero algo demasiado intenso, del tipo «quien repara en pelo no come tocino», pero, al ver que no le hacía gracia a nadie, lo cambié por un «somos el tiempo que nos queda», que tampoco es que llamara la atención al personal. Al fondo de la barra, un tipo con aspecto de solterón bebía ensimismado con un lema que no incitaba precisamente a la conversación: «Compartir es tener menos». Dudé entonces si lo hacía por no invitar o por mantener la titularidad de su cuarto de baño, pero esta semana le he recordado y me he dado cuenta de que seguramente lo haría por mitigar algún tipo dolor. Compartir desgracias lejanas se ha convertido en la mejor fórmula para olvidarse de las más cercanas. Hay una relación inversamente proporcional entre la naturaleza de una noticia y su capacidad de difusión: las malas noticias parece que vuelan y las buenas noticias parece que pesan; las malas noticias le dejan a todo el mundo cierta huella y las buenas noticias se olvidan demasiado rápido. Es algo que no ha cambiado ni siquiera con las autopistas de la información, ni siquiera alcanzando ese dudoso éxito por el que ahora se entiende la viralidad. Las tragedias se propagan por las cocinas con la voracidad de las llamas, más rápido cuanto más crueles. Como la propia vida, las hay que tienen algo de comedia, en el fondo o en la forma, que son las que suelen dar lugar a las mejores novelas y películas, y también las hay, sobre todo en este país, que tienen los mismos ingredientes de un culebrón... aunque muchos más espectadores. Como los temporales con nombre propio en los que se divide ahora el invierno, una borrasca de consternación procedente del Sur recorre toda la península descargando turbas sedientas de venganza en el espacio y en el ciberespacio. Aún jadeantes, teorizan sobre si la justicia es justa y llegan las sentencias antes que las investigaciones. A mi alrededor, copado de otras tragedias que se han vuelto un poco más invisibles, escucho debates sobre el oportunismo de los políticos, sobre si algunas condenas de prisión deben ser permanentes, revisables o todo lo contrario. Sorprende que las discusiones se vayan tan lejos y resulten tan ambiciosas que quieran abarcar el verdadero sentido de la ley y, en cambio, a nadie le visto echarse las manos a la cabeza porque el asesinato del comandante Cortizo haya llegado esta semana a juicio acumulando un pequeño retraso: 22 años han pasado desde que ETA hiciera saltar su coche por los aires en la calle Ramón y Cajal. Aquello sí que fue una tragedia extraordinariamente cercana porque todos los leoneses tenían historia que contar del crimen: el que no estaba cerca del lugar tenía un pariente o un amigo que sí lo estaba. A ningún leonés le escuchado enojarse y pedir soluciones al retraso judicial, el mismo que permite a los corruptos seguir en sus pedestales, pero en cambio sí he visto a muchos compartir la indignación de un drama lejano. Al parecer, compartir es tener menos, para la bueno y para lo malo.Compartir una tragedia ajena ayuda a olvidarse de las propias. Pero da igual: compartir, hoy, no es más que un click.
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