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La tierra en la alacena

27/03/2022
 Actualizado a 27/03/2022
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Se repliega el peor marzo del siglo XXI, algo que ya dijimos hace dos años. Es fácil imaginarlo doblando el frío que trajo puesto y metiendo todos sus bártulos en la maleta, cansado y molesto, deseando que sea jueves para desaparecer y tomarse un año sabático. No sé si los meses se pasan el testigo unos a otros, pero de no existir tal cosa, creo que marzo la exigirá y pondrá condiciones después de que el calendario le engañe año tras año. Primero entregándole una pandemia en ciernes que abortó una primavera y ahora, dejándole a la puerta una guerra de otro siglo, con misiles tiñendo de rojo sus días, sin ser festivos. Marzo tiene motivos para quejarse y para reclamar una revisión de sus funciones. Su encomienda era parir primaveras y ser nodriza, despertar semilleros y plantar patatas, sacar los geranios a los balcones y que los humanos hablasen de sus primaveras en poemas y ascensores, no de guerras y paces. Marzo está harto de nosotros.

Y se va, dejándonos aquí, necesitando de nuevo a Borges para escribir este cuento. Mucho me temo que hasta él necesitaría una legión de musas para inventar el laberinto en el que se ha perdido el mundo, el vértigo con el que gira, la incertidumbre colgando de todas partes y el cansancio y miedo al mañana, con el que vivimos. Un mañana demasiado largo para los sectores primarios que no consiguen subsistir y demasiado corto para la parsimonia de los gobiernos bien alimentados. El miedo de los ucranianos a que no haya un mañana. Un panorama que consume a poca empatía que uno tenga, y satura tanto que la mente pide una tregua. Ya se necesita una sombra, una madre, un día libre, un puchero caliente y un pijama para calmar tanto hartazgo. Pensando en ese puchero, y a falta de madre, he decidido poner en práctica un simulacro pensado hace días, viendo los últimos sucesos e imaginando un desabastecimiento de alimentos.

Es de justicia, habiendo culpado a los gobiernos de entregarnos a las multinacionales, reconocer también nuestra parte de culpa, al no ser selectivos al hacer la compra. Culpables de no mirar el origen del producto o, mirándolo, comprar el extranjero por ser más barato, algo que debería resultarnos sospechoso porque nadie da los duros a tres pesetas. Así es como colaboramos en la ruina del sector primario, mientras nos quejamos. Ya que la realidad se ha hecho tan inabarcable, quizá matemos dos pájaros de un tiro si nos planteamos en serio olvidar en lo posible esos horizontes tan lejanos, mirar al suelo y regresar a casa, a la calma, a lo nuestro y más cercano, recortando esa cadena alimentaria en la que se incumplen leyes para que productores y consumidores vivan asfixiados, mientras los eslabones intermedios se hacen de oro. Ahora que tanto se ha roto el orden de las cosas que una guerra lejana ha herido a nuestra despensa, llegó el momento de enmendarnos y cambiar las cosas.

Ya que otro marzo se va, aunque sea enfadado, dejándonos los surcos preparados, toca revisar despensas y alacenas, rescatar los botes de cristal, regalarnos tiempo y empezar de nuevo, con el firme propósito de consumir de forma prioritaria los productos de nuestra tierra, pasando de ella a las más cercanas y de éstas a las otras, pero manteniéndonos dentro de nuestras fronteras para que el dinero revierta en nuestro campo. Mi simulacro, consistente en imaginar un cierre de fronteras, incluso de autopistas, y pasar un día consumiendo solo productos leoneses, fue, además de un tiempo de calma buscando productos autóctonos, una orgía de sentidos ante la riqueza de nuestra gastronomía. Ha sido demasiado fácil no salir de casa. Desde los dulces, mantequilla y leche del desayuno, con ese pan tostado que siempre huele a sueño y te tienta a volver a la cama antes de que se enfríen las sabanas, hasta las sopas de ajo tan nuestras, de pan bien metido en harina, para la cena, pasando por esos platos de cuchara en los que las legumbres de Tierra de Campos, el Órbigo, La Bañeza o el Páramo se convierten en pecado, con ese toque meloso que dan el fuego lento y el tiempo. Asombra la cantidad de productos cárnicos que existen, con aires de las montañas leonesas pegados dentro, y viendo los catálogos de embutidos, quesos y vinos de las distintas comarcas leonesas, nadie imaginaría que existan las hambrunas. Y sumando a la variedad de frutas y hortalizas, los caprichos de mieles, chocolates y licores que tenemos a la puerta de casa, se pasan todos los temores, asfixias y tensiones.Para quien no sepa cómo llegar a nuestros productos, recomiendo buscar la página de Mi pueblo Vende, creada durante el confinamiento por Jahel García, un paisano de la tierruca, donde además de darse a conocer los productos autóctonos, te los sirven a domicilio. Ya no tenemos excusa para mantener eslabones de una cadena demasiado larga y acortar la distancia entre nosotros y la tierra.

Que ni otro marzo se enfade porque parió una primavera, sembró los surcos y no supimos valorar sus frutos, enfrascados en importaciones y guerras.
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