La tabla también puede ser bella

07/03/2019
 Actualizado a 12/09/2019
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De niño, por circunstancias que no vienen al caso, con 8 años prácticamente no había pisado la escuela, apenas conocía las letras y nada más sabía de esas cosas tan sesudas que se aprenden en las escuelas.

Aquella anomalía –aún mayor en hijo de maestra– exigía que se le pusiera remedio y tuve que entrar por el aro de acudir a la escuela. Cuando llegamos a la parte más complicada de aquellos saberes infantiles que encerraba la Enciclopedia de Álvarez –pues en lo de leer recuperaba terreno en casa– me llevé una de las alegrías que no habría podido imaginar jamás. Mientras mis compañeros se peleaban con las tablas de sumar y restar –«esta semana la del dos, para la que viene la del tres...»– me di cuenta de que ya las sabía todas, que la tabla era aquella canción que me cantaba la abuela cuando iba feliz con ella a cuidar las vacas. Yaunque para arrancar tenía que cantar... sabía la tabla.

En una vieja semana cultural del pueblo se celebró un concierto del Grupo de Percusión del Conservatorio que dirigía Agapito Toral. Aquello era un sindiós de instrumentos que nadie conocía pero que cautivaron a los asistentes, tanto que uno de ellos le regaló al profesor Toral la que decía que «es la mejor crítica que me han hecho» cuando le dijo: «Fíjese que yo creía que  a mí la percusión me traía sin cuidado y veo que es muy interesante».

Resulta que la letra con sangre no entra, y por esos caminos parece que avanzan las escaleras «del Gumersindo».
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