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La suerte repetida

14/06/2020
 Actualizado a 14/06/2020
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Dicen los aficionados a la pesca, la caza o las setas que la suya es una afición que, más allá de los premios que consigan traer a casa, en el peor de los casos les permite estar en contacto con la naturaleza. Para estar en contacto con los amigos, no hay nada como una partida de cartas. Bien es cierto que los premios, en el caso de que los consigas, nunca suelen llegar a casa. Ahora que la pandemia ha propagado también el número de turras, gente falta de conversación que considera que los suyos son problemas mucho más graves que los del resto, hasta el punto de que hay casos en los que ya no sabes si tienes un amigo o en realidad se trata de un ‘podcast’, echar la partida es una forma muy saludable de recuperar el contacto con los tuyos.

Del mismo modo que hay amigos a los que puedes pasar años sin ver pero, desde el preciso instante del reencuentro, tienes la sensación de que hubiera sido ayer; del mismo modo en que hay individuos con los que ya no sabes si tienes una amistad o toda una relación diplomática, ofendiditos y ofendiditas, profesionales del enojo por quedar o por no quedar; hay, en cambio, amigos con los que todo fluye desde el momento en que se empieza barajar. Sin entrar en la intensidad de contarse la vida en detalle, sin empezar a perforar capas, entendiendo por «¿cómo estás?» simplemente el formalismo que es, jugando una partida de cartas no sólo te haces compañía, recuperas el contacto y activas tus constantes vitales, sino que en realidad terminas sabiendo cómo está el otro bastante mejor que si te lo cuenta. Conozco a mucha gente que no es capaz de hacer la digestión correctamente si no acaricia los naipes o las fichas del dominó, como si en vez de siesta necesitaran el tacto del tapete. Hay muchos bares, sobre todo en muchos pueblos, en los que la hora de la partida es sagrada, un rito con más feligreses que la misa. Las rutinas llegan a agotar todas las posibles combinaciones de las sotas, los ases y los treses, pero muchos no se cansan de forzar una y otra vez la suerte repetida. Además de llevarse por delante el sentido común, y a estas horas 424.333 vidas en todo el mundo, el coronavirus ha terminado también con las partidas de cartas. Al bicho se le ofrecen tantas posibilidades de contagio entre las manos de los jugadores (casi todos de su edad favorita), en los naipes, sobre la mesa o el tapete que le podría estallar la cabeza, que las antenas se le harían tirabuzones tratando de elegir su mejor opción. Si uno se emociona al arrastrar o al cantar Las Cuarenta puede generar un rebrote que haga temblar todas las fases de la desescalada.

En León ya antes de la pandemia resultaba complicado encontrar un bar donde echar la partida. Uno de los pocos templos que quedaban era el Begoña, un bar que Manolo, Luci y Javi convirtieron durante los últimos treinta años en reducto de lo auténtico, hasta el punto de que ya era en sí mismo la ciudad de León: jubilados, peregrinos, cofrades y emigrados que, en sus regresos, volvían nostálgicos a la barra donde descubrieron el calimocho. Últimamente, como el ABC, casi con cada esquela perdía un cliente. Como tantos otros bares, bajó la trapa durante el confinamiento y ya no la volverá a levantar, y la verdad es que aquí andamos sobrados de bares pero escasos de bares auténticos, de paisanos de verdad, como los que allí barajaban una y otra vez su destino, conscientes de que todos ya tenemos las cartas marcadas.
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