27/12/2018
 Actualizado a 11/09/2019
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En éstas fechas tan señaladas, tan bonitas y eso, es menester ser felices, aunque sea por decreto ley, figura jurídica tan en boga entre nuestros políticos de cabecera. Aunque no sé si tenemos muchos motivos. Éste último artículo del año podría tratar de muchas cosas, claro, pero me da que voy a escribir, una vez más, sobre la soledad. Más concretamente, sobre la soledad en los pueblos. Por un extraño suceso, el bar de mi pueblo se cerró el día 24. No sé si alguno de los urbanitas que me leen los jueves han padecido el trauma de ver cerrados todos los bares de su barrio siquiera un sólo día. Es aterrador, y no por no poder tomarse un café o una cerveza o un ‘ginto’. Eso es lo de menos. Lo verdaderamente opresivo es no ver a nadie de los que habitualmente ves todos los días..., en el bar. Gente a la que vosotros no dais ninguna importancia; gente a la que, en muchos casos, no volveréis a ver en meses, en años o nunca. Aquí, en un pueblo, el bar sirve como centro de reunión, como lugar de encuentro, como aula donde compartes tus conocimientos o tú ignorancia con alguien a quién no verías en otro lugar, so pena de ir a su casa, asunto que sucede solamente con los que más confianza tienes. La soledad en los pueblos es, pues, un tormento que nos quitamos de encima, sobre todo en invierno, viendo a las mismas caras en el mismo sitio. Sabemos que alguien que falta a tomar su café a las 10 de la mañana o bien está de viaje o bien está enfermo. Si falta dos días seguidos, es seguro que está enfermo y, entonces sí, se encienden las alarmas y se remueve Roma con Santiago, si es necesario, para saber de él e ir a visitarlo al hospital o donde haga falta. La alarma es mayor, por supuesto, si sé da la circunstancia de que el interfecto vive solo. Es, como veis, un seguro de vida, un ‘pase de lista’, como en el colegio, pero sin maestros.

Desde hace un mes, hay otro tema que nos ocupa algún tiempo en ese centro social que es el bar. Hemos estado pensando que comemos mal. Sí, sí, no os extrañe. En Vegas hay un número, cada vez mayor, de solterones, divorciados, viudos u hombres que han vuelto a su lugar de origen porque no les ha ido bien en la ciudad. No son gente vieja, ni mucho menos, pero sí son gente mayor que no pueden entrar, todavía, en la Residencia Municipal. Comen, sobre todo, a base de latas de conserva o, quienes cocinan, los menos, hacen lentejas un día y se apañan para una semana. Como observaréis, una alimentación nada sana, aunque hagan de oro a los de ‘Litoral’. Hemos pensado en contratar a una persona que haga las viandas y juntarnos en una caseta que tiene el pueblo a doscientos metros de la plaza para hacer, al menos, una comida decente al día. La cena y el desayuno se salvan de una forma u otra, ésta no. No hemos puesto estos hablares en conocimiento de la autoridad, porque también estamos ‘in albis’ en éste asunto. Pero las elecciones están a la vuelta de la esquina, cosa de cinco meses, y, ¿quién sabe?, la propuesta podría ampliarse a todos los pueblos del municipio. Estoy seguro de que en la mayoría de pueblos de la provincia sucede algo parecido y no creo que sea una cuestión como para archivar. Cómo uno tiene claro que no se puede esperar nada del Poder, (sea el que sea), todos los habitantes de los pueblos deberíamos ponernos a pensar en como salir del paso. Y no me refiero sólo al asunto de la comida. Ya os lo he contado más de una vez: comprar un yogur a uno de los viajantes que vienen a vender en su furgoneta sale, como mínimo, el doble de caro que comprarlo en León. ¿Es lógica, es decente, esa diferencia de precio? Uno piensa que no. Y no echo la culpa a los ambulantes, que son los que menos la tienen. Ellos tienen que vivir y que pagar gasolina, mantenimiento, tasas y un largo etcétera. Seguro que muchos de los que detentan ese poder piensan que la culpa, claro está, es de la gente que vive en los pueblos, sobre todo de los viejos, que no se mueren de una puta vez. Yo creo que sí que la culpa es de ellos, pero por ir a votar, por pensar que cobran la pensión gracias al partido que gobierna. Y no es verdad. Es el Inss, organismo que debería estar, como las escuelas o los hospitales, fuera de la guerra política que se traen entre manos los partidos que pugnan por el poder, quién les pagan la pensión. La ley de Dependencia de Zapatero es el mejor ejemplo ilustrador. Era, sin duda, una ley cojonuda, pero tenía un problema: el dinero. En el momento que se acabó, que llegaron las vacas flacas, todo se fue al garete. Por eso, insisto, deberíamos nosotros, los administrados, tomar las riendas de las cosas que realmente nos afectan e instaurar, por fin, una democracia directa, olvidándonos de las soflamas y de las promesas que nos hacen, mayormente porque casi todas son mentira.

Salud y anarquía.
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