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La sésil ‘vita’

29/05/2022
 Actualizado a 29/05/2022
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Oh, qué dichosa vida la vida sésil. Es decir, aquella fijado a un sustrato, como los percebes, los mejillones o las esponjas. Mecido por las corrientes marinas y las mareas, sin necesidad de trasladarse a ningún lado, sólo abriendo la boca (o la cavidad más parecida) y dejando que entre el alimento.

Aparte de que la palabra suena fenomenal (‘sésil’: dan ganas de pronunciarla como ese viaje que emprende la lengua en el comienzo de ‘Lolita’), pocos conceptos pueden sonar más oportunos ahora. En tiempos de huidas y mudanzas, de transformaciones y crisis, la sesilidad aparece como una hermosa forma de resistencia: no es inmovilidad, no es parálisis; sencillamente es evitar el frenesí y el calambre. Viajar por el delirio del mundo sin apartarse de un punto fijo.

El éxito de la serie de dibujos animados ‘Bob Esponja’ ha introducido en las frágiles y –qué oportuno– absorbentes mentes infantiles la idea de que los espongiarios se desplazan de un lugar a otro viviendo aventuras. También ha pervertido la leyenda de ‘El Holandés Errante’ y ha destrozado el cerebro de varias generaciones con imágenes y argumentos psicotrópicos, entre otros efectos colaterales, pero ése no es el tema aquí.

El caso es que una criatura tan noble y admirable como la esponja, ancestro en el que nos vemos reflejados desde pocos minutos después de la concepción, tiene que abandonar su naturaleza quieta para parecernos interesante. Ella, que ha proporcionado a los (cada vez más escasos) amantes de la higiene corporal un medio para no agredir olfativamente al prójimo, permanece muy por debajo de dinosaurios y tiburones en la clasificación de animales ‘molones’. No queda sino aceptarlo con resignación.

Nuestra capacidad (y deseo) de movernos nos ha llevado a la Luna y nos ha dispersado por todo el orbe, desde Islandia a Tahití. En esa marcha constante en la que nos hallamos, y que ahora apunta a Marte y objetivos aún más remotos, hemos llevado con nosotros nuestra violencia y destrucción. Podemos fantasear con esa idea del progreso imparable, jactarnos de las capacidades de nuestro cerebro y todavía más. Pero también podemos contemplar los bichos que carecen de él y que viven sin más alteración que la reproducción asexual. Entran ganas de ser como uno de ellos cuando se ven horrores como el de la matanza de niños en la escuela infantil de Uvalde (Estados Unidos) esta semana. Y más aún cuando, en lugar de intentar actuar para que no vuelva a suceder, volvemos a enredarnos en más violencia.
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