08/03/2015
 Actualizado a 07/09/2019
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Cuando mi madre estaba en mejor disposición, es decir, cuando la señora Felisa ponía a todos en su sitio y le daba igual si eran hijos, sobrinos o nueras quienes debatían contra ella, podía uno mantener una discusión, si no apacible, sí sugestiva, con resultado ventajoso, claro estaba, a favor de sus principios. Aprovechábamos, no obstante, para infiltrarnos en su mundo religioso, para hurgar en sus costumbres con la intención malévola de sacarla de quicio, todo con tal de asistir a su definitivo arranque, que nos dejaba descompuestos y, a veces, en ridículo. A nadie se le ocurría pronunciar en vano asuntos relacionados con la iglesia, e incluso a mí, sobre todo a mí, me reprochaba –y me sigue reprochando aún en su mala memoria– mis burlas anticlericales, bien es verdad que siempre le costó trabajo (como le sucede a mi amigo Jabuto) interpretar mis arrebatos humorísticos: «¿Y adónde vas ahora, hijo?», pregunta cuando ve que me ciño la bufanda y el gorro. «Dónde voy a ir mamá: a misa a la Catedral». Mi madre levanta la vista de los bajos del pijama que está cosiendo y, por encima de las gafas, me mira antes de pronunciar la frase definitiva: «Tú a la misa de la Catedral vas por la puerta de atrás». Y vuelve a lo suyo.

En los veranos apacibles en la zona de Rueda (en Llamas, en concreto, un pueblo entre Corcos y Herreros) donde nació, se había agenciado hacía unos años una casa con un huerto y un pozo y unos trasteros donde almacenaba la leña. Vivía sola entonces y un mal día, de anochecida, bajando por las escaleras combadas de la vivienda, mi madre resbaló, cayó y se astilló el tobillo. La pobre no pudo ponerse en pie para echar mano del teléfono colgado en la pared, y salió arrastrándose por el corral hasta la calle. Tuvo la fortuna (o la ayuda del Santo Padre, diría luego ella), de que en el pueblo, habitualmente deshabitado en los meses invernales, se encontrase por casualidad Quirino, quien oyó desde la puerta vecina sus lamentos y avisó de inmediato al 112. El pronóstico que me detalló el traumatólogo, cuando llegué al Hospital de León, no pudo ser más desalentador: mi madre tenía triple fractura del maléolo, con la dificultad añadida de la evidente osteoporosis que, a sus ochenta y dos años, no auguraba a sus ocupaciones laborales –ni meramente sociales– futuro alguno.

Operaron a Felisa, y a los dos meses, aunque renqueante, ya andaba cavando en el corral como si tal la cosa, alineando los surcos de las cebollas con precisión encomiable, y regando (gracias en parte, todo hay que decirlo, a la supervisión que siempre dediqué a la abrazadera de la goma) cada parcela del patio. Sólo con ver el tesón que ella aplicaba a tal labor me dolía la espalda. La miraba y me preguntaba a qué podía deberse tan sorprendente recuperación. «Juan Pablo II», murmuró mi madre, «me encomendé a él antes de la operación». Yo, el más incrédulo de los incrédulos, observaba, de hito en hito, el rostro bonancible del pontífice en un portarretratos, colocado de forma preponderante en la salita de la casa, y no dudé en aceptar con resignación el milagro, hasta el punto de preguntarme si no sería aconsejable reflejar el modelo de mi madre en aras de su futura canonización, la del papa, claro, porque el genio de la señora Felisa no daba pie para ensalzamiento religioso alguno.

Nunca dejó de darme lecciones de cordura religiosa, y a veces se obstinaba en unos párrafos que a mí me parecieron siempre verdades de Perogrullo pero que, con el tiempo, supe pertenecían al filósofo cristiano Blaise Pascal y que, al igual que ella, terminé asimilando de memoria: «Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe, porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna; pero si hay algo, si hay alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo».

La señora Felisa observa perturbada el desorden de mis andanzas. Como ya no controla, como antaño, el ritmo de las horas, sigue preguntándome si es cierto que voy a misa a la Catedral, pero cómo decirle, sin enredar su memoria, que unos días tomo el rumbo que me marca la carretera de Circunvalación y me lleva a Puente Castro, a pasear por la calle donde nací para observar de cerca mi casa, la nuestra, mamá, cuya fachada su nuevo dueño, Tino, ha transformado en una postal lujosa. Y que otros días busco la querencia de la calle Ancha y subo hasta la Catedral sólo para observar su blancura, el milagro, le digo, otro milagro casi tan importante como el tuyo: el que me ofrece su estampa solemne antes de buscar el pellizco superfluo de la cecina de la Trébede y el definitivo de El Cuervo, donde acaso me esperan los amigos para echar la partida.

Ella no sabe nada de la Trébede ni de El Cuervo, pero de «la partida» puede dar todavía pelos y señales, menudo era tu padre en el «mano a mano» al tute, dice impugnando su desmemoria: no había nadie que pudiera con él en el bar Asturiano, junto a la carnicería de Manolo. Pues igual que yo, mamá: la genética, ya sabes, me gusta preparar los tiempos de la partida para dar «capote» al final –le digo, y ella me mira obnubilada, sin comprender a qué me refiero–. Luego pregunta una vez más si es verdad que voy a misa a la Catedral. Y yo le digo que sí, pero que algunas veces no me dejan entrar si no es pagando y que, claro está, me lo pienso. Claro –sentencia ella–, imagino que te tienen controlado más que de sobra y saben que no eres de los nuestros.

Yo cierro el pico porque he decidido no replicarle nunca jamás.
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