28/11/2015
 Actualizado a 12/09/2019
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El último premio de Poesía Ciudad de Salamanca se lo adjudicó, con el libro ‘El lugar en Mí’, el poeta leonés Antonio Manilla, autor, entre otros muchos textos, de un majestuoso ‘Broza’, también poemario, que dejó perplejo en su momento al que suscribe. Tiempo habrá de hablar de este estacional ‘El lugar en Mí’ del poeta, pero lo que, de soslayo, incumbe al citado libro –y, por supuesto, al poeta y, de paso, al autor de esta columna– es un poema titulado ‘Paseo junto al Torío’, afluente que todo el mundo sabe acaricia las lindes del famoso barrio de Puente Castro antes de unirse, unos metros más abajo, al Bernesga. Y yo me aventuro y hago míos algunos de sus versos, tal vez en contra del parecer del poeta, quien con toda seguridad no se refería a estas orillas devastadas de ‘nuestro’ Torío cuando escribe: «Paseo junto al río/ en la tarde templada por las horas/ y es todo tan hermoso/ que pareciera eterno/ o a punto de acabar». Sin duda se refiere, al hablar de esa semejanza eterna, a algún otro lugar norteño por el que transcurre el río y que le inspira análoga grandeza, porque lo que es a causa del Torío a su paso por Puente Castro, ni siquiera la imaginación de Antonio Manilla sería capaz de dar a luz tan genuina metáfora, abriendo autófagas sus fauces el propio río para ahogarse en una enmarañada selva que lleva años sin adecentarse.

Y es que parece que a los de Puente Castro, que llevan los mismos años saliendo a la calle para exigir esa limpieza y otros elementales cuidados del lugar, se los tratase como vecinos de un arrabal cualquiera y no como se merecen los habitantes de un barrio con el empaque serio del que siempre se han vanagloriado.

Hace unos días, recién llegado de Extremadura a León, y encaminado como suelo hacia el que siempre he considerado mi centro preferencial, me sorprendió en la entrada del puente, justo al lado del Latin Lover, visitadísimo lugar de la barriada, el invento de un circulín, creado sin duda para que los niños hagan práctica con sus triciclos o sus bicis. Aunque no; la rotondina se había hecho ex profeso para aliviar la temperatura circulatoria de los que circulaban por la zona, lógicamente vecinos de Puente Castro en su gran mayoría. Yo llegaba detrás de un autobús por la zona que siempre hemos denominado El Barrio, es decir por un lateral del Latin Lover. El autobús, por lo que deduje de su intento, era tirar hacia la izquierda, camino de León, y al llegar a la rotondina y tratar de girar, se encalló como un buque en una costa poco profunda: ni palante ni patrás, y como se vio en dicha imposibilidad, consiguió recolocarse de lado –avisándome el conductor en el interim y provocando en el mismo interim un atasco de padre y muy señor mío– y no le quedó más remedio que tirar de frente, a la vera del Torío, vete a saber hacia dónde, pero seguro que acordándose del autor del invento, mientras yo, con mi Micra, torcí a la derecha, y crucé el puente por ver si estaban los amigos en el bar de Mary o en el de Nani, y era todo tan hermoso, que pareciera eterno o a punto de acabar.
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