La revolución de las estatuas

Bruno Marcos hace esta reflexión sobre la ola de ataques a estatuas que se han dado durante las protestas a raíz de la muerte de George Floyd

Bruno Marcos
27/06/2020
 Actualizado a 27/06/2020
Estatua vandalizada  de Leopoldo II de Bélgica.
Estatua vandalizada de Leopoldo II de Bélgica.
Se podría pensar que la tradición de hacer estatuas de los personajes importantes de la historia hubiera tenido una ambición meramente visual, la de poner cara a quienes sólo se les conoce de nombre y obra. Hay que tener en cuenta que no poseemos recuerdo visual de casi nadie de la historia, que hasta la aparición de la fotografía, a principios del siglo XIX, no supimos cómo era el aspecto de nuestros antepasados. Sólo algunos pocos, reyes o jerarcas de la iglesia que pudieron contratar los mejores artistas de su tiempo perpetuaron sus facciones o su gesto; además de los romanos que, con su obsesión realista aprendida en las máscaras mortuorias de sus ancestros, dejaron sus fisonomías y hasta sus arrugas y peinados. Todos los demás no tienen cara o son físicos inventados o modelos tomados del presente de cada artista, sencillos coetáneos, por ejemplo los que Caravaggio contrataba por la calle, gente anónima que dio su faz a la Virgen María o a San Pedro, viéndose en el cuadro de este último más el miedo del modelo a caerse que el dolor del santo al ser crucificado bocabajo. Tuvimos que llegar hasta Rembrandt para poder ver en sus autorretratos la evolución de un mismo ser humano desde la infancia hasta la ancianidad.

Pero las estatuas son más bien otra cosa, no son un retrato solamente, son un monumento a algo siempre. Las estatuas se proyectan para el espacio público, para las plazas y las calles, ponen un cimiento que ancla la vida a algo perdurable, un valor que se considera triunfador de su presente y útil al futuro. Es el del monumento un arte no autónomo, no desinteresado.

Estas últimas semanas una furia iconoclasta recorre varios países, unas muchedumbres están derribando, decapitando y pintando, en diversas ciudades del mundo, estatuas que homenajean a famosos traficantes de esclavos o declarados racistas. Las manifestaciones ocurridas a raíz de la muerte de George Floyd en EE.UU. han encontrado en este ataque a monumentos su forma más expresiva. Con pintura roja hacen salir a chorros sangre de los ojos a las figuras y les ponen el cuerpo y las manos ensangrentados como si acabaran de hacer una matanza. A veces escriben en ellas la palabra «Perdón». Es verdaderamente impresionante ver la efigie del rey belga Leopoldo II con esta palabra en grandes letras bajo la imponente barba después de ser informado de los millones de congoleños que mató, esclavizó o mutiló. Y uno se pregunta cómo es posible que estuvieran puestas esas estatuas aún en el mundo civilizado, un mundo del que emanó la carta de los derechos humanos.

Ha llamado la atención que en un momento dado ya no existiera un patrón claro en los ataques, que ya no se tratara sólo de esclavistas, colonialistas o racistas sino también de personajes como Cervantes o Gandhi. Entonces pareció que se tratara de barbarie o ignorancia, ira inarticulada, y algunos dedicaron mucho más tiempo y energía a extrañarse de esos vandalismos que a lo de George Floyd.

Deberíamos pensar si no será que esa escalada global contra los monumentos se produce como una simbólica moción de censura a la totalidad de la historia presentada por los que no se encuentran en ella, por los que fueron aniquilados en ella. La invalidación de una historia entera escrita con figuras de piedra y de bronce en todas las plazas del mundo que ellos niegan como ella los niega a ellos.
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