La reprimenda de Isabel II

24/06/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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Para mi estreno en estos lares, y aunque el título atisbe lo contrario, me apetece trasladarme a mi infancia, corriendo por un barrio de San Martín plagado de chavalería. De aquella, no entendía cómo podía un barrio no llamarse como la parroquia que le unía, y así, para mí, era imposible llamar ‘al barrio’ como el barrio húmedo. Permítanme entonces esta licencia en cuanto a los topónimos.

Los recuerdos del pasado afloran en mí, al ver en las crónicas de estos días como toda una soberana del imperio británico es capaz de reprender en público a un no menos regio príncipe Guillermo. Este ejemplo de la labor de abuela, que no descuida ni cuando está trabajando –para ellos el estar en un balcón vestidos de gala y viendo pasar al paisanaje es trabajo– inevitablemente trae evocaciones de tiempos lejanos a todos los que hemos tenido la ocasión de disfrutar de una abuela, sea esta de sangre azul o del rojo más popular.

En mi caso además de abuela era madrina. Ese grado que otorga el cura en el bautizo de la criatura, obligaba a los padrinos a hacerse cargo del bautizado en caso de que el final de los padres se adelantara, lo que entre los amparadores suscitaba alguna que otra mirada de «madre, donde me he metido». Por suerte, la campana demográfica juega a nuestro favor y cada vez son menos los padres que faltan prematuramente.

En todo caso, mi generación, como casi todas, no se entiende sin la labor de las abuelas. Mi infancia coincidía con el asentamiento de la mujer en el mundo laboral y mi madre no podía ni quería ser menos, por mucho que fuéramos cinco hermanos y algunos de ellos, si no todos, con el ralentí alto. La sutileza del toque en el hombro de Isabel II a su nieto, en casa se guardaba en el cajón de los cubiertos y era un trozo de cuero de unos 25 centímetros, de estos que se rompen cuando has usado un cinturón durante demasiado tiempo. Cierto es, que nadie se asuste que esto es una historia de cariño y no de sufrimiento, que nunca llegue a probarlo en mis carnes, pero el mero hecho que la abuela lo metiera en la conversación hacia que hilaras más fino.

Solo una cosa le puedo reprochar a mi abuela y es que en sus últimos años me decía que si volviera a nacer sería monja –igual fueron muchas tardes cuidando de cinco retoños–. Por razones evidentes, a mi esta afirmación me dejaba frío además de muy cabreado. Con el prisma de los años sé, que al igual que Isabel II, era su forma de darme el toque en el hombro y decirme «no te relajes y ponte recto, que estoy detrás de ti».
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