20/09/2019
 Actualizado a 20/09/2019
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Durante años, la cocina de mi casa sirvió de escenario de ‘sitcom’. Tenía dos puertas, la de entrada, de roble, y la de la despensa, blanca. La mesa está frente a la puerta de la despensa; la despensa es en realidad un corredor que conduce a casa de mi abuela; y sobre la casa de mi abuela se encuentra el piso de mis tíos. ¿Eso qué significaba? Que podías estar sentado en la cocina cenando –siempre sucedía todo a la hora de la cena– y de repente la puerta de la despensa se abría y aparecía a alguien, se quedaba allí de pie frente a la mesa, soltaba lo que hubiera venido a decir y desaparecía. Nosotros nunca echábamos la llave y a nadie se le ocurría picar antes de entrar. La casa de tócame roque.

Por supuesto, mi abuela era la que más atravesaba esa puerta, pero no hacía entradas triunfales, cuando llegaba –a la hora de la cena– se quedaba un rato, averiguaba qué cenábamos, traía el postre de leche frita o las sobras de la tortilla. Mi padre ponía cara de circunstancias al ver a su suegra. Ella se apoyaba en la meseta y nos observaba comer. Creo que lo que más le gustaba a mi abuela de sus nietos era verlos comer. Cuánto más, mejor. Y si dejábamos algo en el plato le parecía una ofensa.

Mi abuelo Miguel jamás usaba esa puerta. Como si estuviera maldita, como si hubiera un hechizo que le impidiera cruzarla. Además, con su inmensa humanidad era difícil que atravesara la angosta despensa, atiborrada de tripas de chorizo, sartenes, sacos de patatas o ristras de ajos, sin causar algún destrozo. Las pocas veces que venía, sucedía que no encontraba a mi abuela. Si se hacía de noche y mi abuela no aparecía, se ponía enfermo. Y era cuando osaba acercarse a la puerta blanca. Se escuchaba un ruido de cazuelas por el suelo, de cebollas aplastadas, y ya sabíamos que se acercaba el tsunami. «¡¿Dónde está tita?!».

Un día mi tío –que rara vez venía– abrió la puerta blanca, nos pidió un vaso de vino y se sentó en la mesa.

– Porque vosotros no sabéis lo que le pasó a tito Miguel (mi abuelo acababa de fallecer). En la guerra, en la cárcel, lo torturaron y cosas peores.

Le caían lagrimones por sus mejillas morenas. Nos quedamos inmóviles. Mi tío se acabó el vaso de vino y se fue.

Otra noche llegó mi tía, su mujer. Abrió la puerta de golpe.

– ¡Tío está curado, está muy bien! –gritó y desapareció.

Unos meses después mi tío murió.

Ahora me doy cuenta de que esa puerta blanca era el pasaje a realidades inquietantes. A los secretos de mi familia, a sus misterios y a sus miserias. Conocí la vida a través de la puerta blanca.
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