pedro-lechuga-mallo2.jpg

La procesión del Silencio

26/03/2020
 Actualizado a 26/03/2020
Guardar
Quizás sea sensación mía, pero no es que se haya suspendido la Semana Santa, sino que se ha adelantado, y parece que ha llegado para quedarse algo de tiempo, al menos la procesión del Silencio. Los valientes, tanto los obligados como los voluntarios, que tenemos que procesionar desde nuestras casas al trabajo a primera hora de la mañana nos hemos mutado en papones y paponas, eso sí solitarios, y cuando nuestros caminos se cruzan con los del resto de hermanos y hermanas de la cofradía Covid-19 nos miramos desconfiados al tiempo que nos damos la mayor distancia de seguridad posible, e incluso alguno contiene la respiración, que toda precaución parece ser poca.

Gran culpa de que cada mañana se repita inexorablemente la procesión del Silencio es la desaparición de los niños, que otrora ponían la banda sonora mientras acudían acompañados de sus padres al colegio, y de los adolescentes que rezumaban testosterona y estrógeno a niveles industriales. Si a esto unimos la escasez de tráfico y la ausencia de adultos caminando en pareja mientras hablan del partido de fútbol del día anterior o de la última gala de Supervivientes, el resultado no puede ser otro que la ausencia de ruido, sinónimo del silencio.

La duda que me surge es si los que procesionamos tenemos que sentirnos afortunados o no. Curiosas paradojas las que nos ofrece esta Semana Santa, que se convertirá casi con toda seguridad en Meses Santos. Los que todavía trabajamos tenemos la suerte de hacerlo, aunque seguramente muchos prefieran estar en las trincheras de sus casas. Y a la inversa, serán miles las personas que por obligación están en la reserva domiciliaria y darían lo que fuera por poder formar parte de la procesión mañanera del Silencio. Sea de una u otra manera, lamentablemente de la penitencia posterior no se va a librar nadie, aunque es cierto que las penas con euros, son menos penas.

Entre los papones y paponas que damos algo de vida a las calles de nuestros pueblos y ciudades los hay de varios tipos. Los ‘desmascarillados’, que emulan a los tradicionales descalzos, y que llevan su boca y nariz al descubierto. Aunque la pregunta sería cuántos lo son por voluntad propia y cuántos por no haber adquirido a tiempo las correspondientes mascarillas. Luego tenemos los cofrades ‘mascarillados’ que procesionan ataviados con su capillo de celulosa. También están los seises, que son aquellos que van en el coche y con mascarilla. Siempre ha habido clases y clases. Y de vez en cuando te cruzas con algún abad o abadesa, a los que es fácil identificarles porque la mascarilla que llevan está sacada de la mismísima película Mad Max. En cuanto a los braceros, por desgracia, no son sólo los que tenemos bula para salir a la calle, sino también los millones de personas que tienen que permanecer recogidas. Esperemos que entre todos consigamos hacer bailar el paso que tenemos y tendremos durante mucho tiempo encima de nuestros hombros. Aunque al menos, el sufrir este castigo significará que seguimos vivos.

Ahora sólo nos queda esperar que llegue cuanto antes el Domingo de Resurrección, que sin duda llegará y a partir de ese momento celebremos la vuelta a la vida normal, honremos a los que nos han abandonado y que cada uno, según su comportamiento, cumpla la penitencia derivada de sus actos.
Lo más leído