La política del odio y el odio en la política

Juan Carlos Ponga Mayo
30/04/2020
 Actualizado a 30/04/2020
En un ‘sketch’ de Les Luthiers, en el que se trataba de la reforma del himno nacional, al hablar de la letra, uno de los reformadores propone incluir en ella que el país debe de defenderse de su enemigo Noruega, El otro le pregunta que es lo que les ha hecho Noruega. Nada pero hay que tener un enemigo al que poder echar la culpa en algún momento de lo que pasa.

Este es y ha sido el principio en el que se han basado todos los gobiernos, reyes, dictadores,… en fin todos los que han mandado sobre los pueblos.

Tras la muerte de Franco, en este país, se generó, en una gran mayoría, un aire de libertad y una ilusión por superar el pasado y entrar en un momento nuevo, en el que se hiciera tabla rasa y se empezara casi de cero, sin enfrentamientos, cada uno con su ideología, pero sin odios. Esto no iba en contra de hacer una lectura serena de los acontecimientos vividos y, sin exigir responsabilidades, tener un reconocimiento hacia los muertos de la dictadura, hacia todos los que habían luchado por la democracia y la libertad, con el destierro, con la cárcel o. sobretodo, con la muerte.

Pasaron los años y la democracia se instaló, con los defectos que se quiera encontrar, y la reparación social y política hacia los que habían luchado por la democracia se fue quedando a un lado, se fue obviando.

Como consecuencia de ello, aquellos resentidos que añoraban la dictadura y las prebendas que les había dado a lo largo de muchos años, en los que se habían enriquecido sin tener que dar ninguna explicación a nadie, se fueron creciendo y poco a poco se atrevieron a ir dando rienda a sus sentimientos.

Por un lado la jerarquía católica, que en los primeros años parecía estar abierta a las reformas necesarias, para el desarrollo de una sociedad sin la presión inquisitorial que había ejercido durante siglos, remó hacia atrás y se fue atrincherando y reclamando sus antiguos poderes, olvidando muchos de los mandatos evangélicos, aquellos que hablaban de la pobreza, de que todos somos hermanos, de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, de poner la otra mejilla o de se ser hermano del enemigo y no odiarle.

¡Ah! El odio. Volvemos al odio. No somos nadie si no tenemos a alguien que nos odie y al que odiemos. Así poco a poco, en vez de discutir sobre que es lo mejor para el país y para la ciudadanía, desde la política, se empezó a plantear que lo importante es lo mío y lo de los míos.

Se perdió el bien común. Empezó el egoísmo, la envidia, el deseo de lo que tiene el otro y el odio. Desde el «¡Váyase Sr. González!» al «Yo coloco a mi hermano y qué». Se instigaron las rencillas entre comarcas, provincias, comunidades,… y llegó el sálvese quien pueda.

Vayamos a las consecuencias de todo esto:

Por un lado tenemos a una parte de la sociedad que mantiene unos criterios éticos decentes, que se solidariza, que aparece siempre que hay una necesidad, que se comporta con humanismo que mantiene. o por criterios cristianos o por criterios comunistas, el principio de que todos somos iguales o que todos somos hermanos; una mayoría que aplica el principio de Publio Terencio Africano: ‘Homo sum, humani nihil a me alienum puto’, Soy un hombre, nada lo humano me es ajeno.

Por otro lado están los que pasan de todo y solo se dedican a si mismos, no se implican en nada y se llaman neutrales.

Por último tenemos a aquellos que han hecho de su vida el odio a los que no piensan como ellos, los que siempre tienen razón y aunque todo les demuestre que están equivocados niegan los hechos, se agarran a que todo está en su contra. Unas veces se aferran al principio de que ellos no tienen que aportar nada a la sociedad, aunque viven de ella, y en que sus principios religiosos son sagrados y han de cumplirlos todos, aunque por lo general nada tienen que ver con la religión, más bien con el poder y con el poder absoluto, con el ordeno y mando. Si para ello si necesitan noticias falsas se fabrican, todo es válido para conseguir el fin que se desea.

El reflejo de todo esto lo estamos viendo estos días con las consecuencias de la pandemia del Covid-19. Mientras una gran parte de la población obedece y acata estar confinada, los agentes del odio siembran su propia pandemia desde un asiento en un parlamento, desde una tribuna pública, periódico o televisión… y siempre hay seguidores que responden atacando a trabajadores de sanidad, de supermercados o paseantes. Como siempre los sembradores de odios tiran la piedra y esconden la mano, sin asumir responsabilidades, pero ya lo dice el refrán: Si el cura va a peces que no harán los feligreses.

Por último, recordemos a Antonio Machado: «En España lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva».
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