La piel de plátano

Por José Javier Carrasco

José Javier Carrasco
06/08/2022
 Actualizado a 06/08/2022
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Varada en medio de la acera, la Vieja Negrilla posa su mirada de bronce en el vacío. Unos metros más allá, un vendedor de la ONCE observa cómo una pareja de adolescentes se ha detenido a hacerse una fotografía delante de ella. Una de las muchachas se sube al brazo de la estatua que descansa sobre el suelo. La otra, la que tiene el móvil, le pide que se enrolle y sonría. Turnan sus papeles y después se alejan en silencio en dirección a la Catedral. Ha sido una mañana normal. Aunque empezó floja se animó a partir de las doce y al final ha conseguido vender los mismos cupones que cualquier otro día. Echa un último vistazo a la fuente antes de ponerse en marcha, de dirigirse a la delegación a devolver los cupones sobrantes. Un tipo grueso se acerca a preguntarle qué número va a tocar hoy. Le ofrece un cupón terminado en ocho. El gordinflón lo coge y sonríe escéptico. Ya se va cuando pide otro, terminado en seis. Al ir a dárselo un golpe de viento le arranca de la mano el cupón, que se eleva hacia el cielo, planea grácil y acaba, tras un vuelo en espiral, a los pies de la Vieja Negrilla. El gordo corre hasta la estatua, pisa el papel, después lo recoge y lo besa, antes de guardarlo en la cartera, y, olvidándose de que aún le queda pagar, desaparece en la calle Ordoño. Al verlo ya no le causó buena impresión: el pelo cortado a cepillo, unos ojos saltones, algo estrábicos, bailando en aquella cara sebosa y tratando de centrarse en los suyos. Además, olía raro, como si acabara de salir de una guardería y le hubieran rociado con litros de agua de colonia de niño. Hay gente rara, pero ese se llevaba la palma. En el último momento, en el instante que dejaba la plaza y entraba en la calle Ordoño, descubrió que sus zapatos de rejilla eran de distinto color.

Tiene la desagradable impresión de que aquel cerdo está en su cubil riéndose de él. Intenta tranquilizarse. Nunca le había ocurrido nada parecido. Bebe un trago de agua y posa a un lado el vaso teniendo cuidado de no dejarlo demasiado al borde de la mesa. Mira la salchicha que quedaba en el plato, el brillo grasiento pegado a una piel reventada. Le recuerda el dedo índice de la mano que el gordo había llevado al cuello de la camisa de flores, completamente abotonada, para descongestionar su papo abultado. Se levanta con el plato en la mano en dirección al cubo de la basura y arroja dentro la salchicha. Una pena que no pudiera hacer lo mismo con lo ocurrido aquella mañana. Se conocía y sabía que era como los elefantes. Él también, por desgracia, tardaba mucho en olvidar. Entre los restos del cubo asomaba una piel de plátano. Lástima que ayer no hubiera una al pie de La Negrilla para que la pisara el gordo con sus zapatos de rejilla, antes de estrellarse contra la frente de la estatua. Se prepara un café. Intentará escapar, evadirse, dejar de lamerse sus propias heridas. No se siente con ánimo para leer. Quizá una película de su pobre colección de DVDs sea la solución. Se decide por ‘No es país para viejos’. Son suficientes unos minutos para comprobar que no ha sido una buena elección. Lo intentará de nuevo con ‘La vida es bella’. Al menos esta le mantendrá entretenido sin demasiados sobresaltos hasta que logre echar una cabezada. Es al final cuando la cosa se pone cruda; entretanto, la historia discurre como una comedia intrascendente con algunas escenas divertidas. Se levanta a responder al teléfono, pero la llamada se interrumpe. El café y lo poco que ha visto de ‘No es país para viejos’ ha sido suficiente para ponerlo paranoico. Se dirige al baño y busca la caja de Valium. Lleva un tiempo caducada, aunque para situaciones de emergencia como aquella sirve. Coge dos pastillas y se dirige a la cocina. Llena un vaso de agua y se las traga con esa sensación conocida de que es un impostor, un falso discapacitado.

El lunes le esperaban en la delegación con una sonrisa en los labios. Había dado un buen premio con uno de sus cupones, uno de los sueldazos de fin de semana. Le habían preparado una pequeña sorpresa, un cartel con su nombre en letras rojas y una leyenda con el premio y el número en tinta negra. Llegó un poco después de la hora acostumbrada a la Plaza de Santo Domingo y se colocó en el lugar habitual. Posó el cartel en la base del atril. La reacción no se hizo esperar. La gente acudía de todas partes atraída por el reclamo. Nunca había dado un premio importante y se sentía eufórico. Al dirigir la vista a la fuente le vio, detenido como un fantasma junto a la Vieja Negrilla. Fue entonces, al descubrir que llevaba una bolsa de plástico, cuando comprendió que iba a ocurrir algo irremediable. Sacó un plátano de la bolsa y empezó a comerlo a pequeños bocados, aparentemente distraído, siguiendo el vuelo de las palomas. Nada más acabarlo, se lanzó, como la otra vez, hacia Ordoño. No pudo hacer nada; la gente le rodeaba felicitándole y pidiéndole el número que saldría mañana. Se escuchó el grito de una mujer, seguida de exclamaciones de sorpresa. La mano de la estatua permanecía abierta, como si mendigase, a unos centímetros de una piel de plátano pisoteada y que picoteaban las palomas. A su lado, un anciano yacía inmóvil como un trapo. Nadie pareció extrañarse al ver a la Vieja Negrilla caminar, bajo la lluvia que había empezado a caer, en dirección a Ordoño y atrapar a aquel cerdo en su huida para depositarlo después junto al atril, como una ofrenda de buena amistad por el tiempo que llevaban compartiendo juntos, a la intemperie. Despierta, aún con el sabor de las pastillas de Valium en la boca.

Basado en la fotografía del artículo de ‘Trazos’ titulado ‘La escultura de calle o La Vieja Negrilla’ aparecido en LNC el 1 de abril de 2020.
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