28/12/2015
 Actualizado a 11/09/2019
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Pese a sus orígenes religiosos, estas festividades navideñas dan la sensación de ser más propicias para las comilonas que para el recogimiento, más para el jolgorio que para la reflexión cristiana. De manera que, en vez de dirigir sus pasos hacia los tradicionales belenes, uno se ha acostumbrado a buscar, al cabo de los años, el lugar donde hallar el mejor cabrito o el lechazo más tierno. En esas andábamos mi amigo Jabuto y yo, él acercándose hasta Villadangos con la intención de hallar allí el Santo Grial del rebaño, y yo reconociéndolo de sobra aquí al lado, en Puente Castro, en la carnicería de Manolo.Todavía recuerdo el percance que me ocurrió hace años, cuando también me arriesgaba a comprar el cordero de Nochebuena en alguno de los pueblos que tenían por ello merecida fama de la calidad no sólo de la carne, sino de la de sus hornos de leña.

Sucedió, aquella noche de Navidad de la que hablo, que yo había dejado en uno de los fogones mi espléndido recental mientras cumplía el trámite visitando los alrededores de la zona, al tiempo que llegaban otros clientes con parecida mercancía e intención. Con el paso de las horas, el suelo de la casona donde se obraba el milagro transformador se fue cubriendo de cazuelas de aluminio y alguna otra, como la mía, de pereruela repletas de piezas de cordero recién asado.

Cada cual recogía el suyo, pero cuando, a última hora, me dispuse a hacer lo mismo con mi encargo, la pereruela había desaparecido. Se había equivocado –comentó el dueño del horno– el tunante que se llevó la vetusta olla de barro dejando en su lugar una cazuela de plástico con apenas una pierna no supe ver si de cordero, de cabrito o de pavo, así de escueto observé estupefacto el fondo de la tartera con la que llegué a casa aquella Nochebuena. Toda mi familia se hacía cruces y me responsabilizaba, con avieso jolgorio, del desastre gastronómico que imaginaban.

Nadie probó el lechazo menguante, vete a saber de qué procedencia, pero, cual familia comprometida, recibieron con cánticos navideños las viandas de queso y jamón, las patatas y huevos fritos con que celebramos aquel final del 2013. Desde entonces no he dejado de cumplir con la obligación de acercarme a la carnicería de mi amigo Manolo, en Puente Castro, y recoger el lechazo (las chuletas resultan tan tiernas como el membrillo), troceado con la habilidad marcada por ochenta años de profesionalidad –cuarenta suyos y otros tantos de su padre– mientras me muestra, en la trastienda, una variopinta colección de fotografías del barrio, en la que ambos aparecemos, juveniles, vistiendo la camiseta arlequinada del equipo de fútbol.

Jabuto insiste en que sea su hermana Lores la que se encargue del despiece del cordero de Villadangos. Allá él.
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