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La penuria de la palabra

05/07/2020
 Actualizado a 05/07/2020
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Juan el Apóstol nos dice que en principio era la Palabra. No nos da garantía alguna sobre el final. Quedémonos tan solo en el transcurso. La mayor decepción que tuve como profesor universitario fue que a las preguntas en los exámenes escritos –en los orales hubiera sido sin duda más triste– te dabas cuenta que algunos de los examinandos sabían la respuesta pero muy torpemente la sabían poner por escrito.

Hoy asistimos, por lo general entre los jóvenes, a una verdadera penuria en el conocimiento de su propia lengua. El uso de la misma se limita a un porcentaje mínimo de vocablos. El imperio de la economía ha abordado también el uso de la palabra. Pero el verdadero problema radica no solo en el número raquítico de palabras utilizadas, sino en la elección poco elegante de las mismas. El filólogo francés, doctor honoris causa por la Universidad de Salamanca, George Steiner, dejó escrito en su libro de ensayos ‘Lenguaje y silencio’ que el 50% del habla coloquial en Inglaterra y en los Estados Unidos comprende solo 34 palabras básicas; y los medios contemporáneos de información de masas, para ser entendidos en todas partes, han reducido el inglés a una condición semianalfabeta. El lenguaje de Cervantes o Quevedo pertenece a una etapa de la historia en que las palabras tenían un dominio natural de la experiencia. El hablante de hoy en día tiende a usar cada vez menos palabras, tanto porque la cultura de masas ha diluido el concepto de cultura literaria, como porque la suma de realidades que el lenguaje podía expresar de forma necesaria y suficiente ha disminuido de manera alarmante. Al abandono de la palabra se suma la poca calidad del lenguaje.

En el manejo del español durante la época de los Austrias hay un sentimiento de descubrimiento, de adquisición exuberante, que nunca más se ha vuelto a reconquistar, al menos íntegramente. Se usaban las palabras como si éstas fueran nuevas, prueba evidente de vitalidad y precisión. Así es como los siglos XVI y XVII parecían contemplar al lenguaje mismo. El instrumento que tenemos ahora en nuestras manos no deslumbra gastado por un largo uso. Y los imperativos de la cultura y la comunicación de masas lo han obligado a desempeñar papeles cada vez más grotescos. ¿Qué cosa puede interesar a ese público de masas semianalfabeto que se reúne en los bares y no habla de otra cosa sino de fútbol o gastronomía? La comunicación solo se hace comprensible dentro de un lenguaje disminuido y exclusivo. Ciertamente, no hay duda de que la toma de poder político y económico por los semicultos ha traído consigo una reducción de la riqueza y de la dignidad del idioma. Los actuales debates políticos, por lo general, son pruebas evidentes del abandono de la vitalidad y de la precisión del lenguaje, si exceptuamos el insulto. La comunicación popular se hace sin la precisión definidora: «cosa», «chisme» sustituyenun montón de vocablos más precisos. Por pereza ya nada es «difícil», «arduo», «peliagudo», «embarazoso»...; todo ello es «complicado».

La expresión más correcta en el uso de la palabra no significa caer en la pedantería, ni en palabras importadas innecesarias, o decir «desescalada» cuando existe «descenso». Pongo como ejemplo aquello que Antonio Machado puso en boca de su apócrifo maestro Juan de Mairena, uno de sus heterónimos, que, para decir simplemente «lo que pase en la calle», el redicho lo sustituía por el más relamido «los eventos consuetudinarios que acaecen en la rúa». A falta de lo uno y sobra de lo otro, como dijo Blas te Otero: «Me queda la palabra».
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