jose-luis-gavilanes-web.jpg

La parálisis dogmática de un papa emérito

19/01/2020
 Actualizado a 19/01/2020
Guardar
La defensa a ultranza del celibato a cargo del papa emérito Benedicto XVI (Joseph Ratzinger) ha chocado contra el papa Francisco. La propuesta vanguardista de ordenar a hombres casados, surgida del reciente Sínodo, sería tanto un recurso moral contra la pederastia como medida para acrecentar las filas del cada vez más exiguo sacerdocio.

La vocación sacerdotal, o lo que es lo mismo, el oficio más directo y reconocido relacionado con la espiritualidad religiosa católica, ha caído en barrena. Los seminarios y las celdas monacales están semivacíos. Hay distintos motivos que la Iglesia Católica ha de evaluar como causa, y, sin duda, la persistencia del celibato está entre ellos. ¿Para qué sacar pecho o glorificarse por haberse resistido a las naturales incitaciones de la carne y que tanta hipocresía ha generado? Si, como dice la Iglesia, a nos, sus hijos, Dios nos quiere castos, ¿por qué demonios nos ha creado sexualmente activos todo el año? ¿Para convertirnos en santos por reprimirnos hasta la mortificación? ¿Pero qué clase de imagen de Dios es esa que parece complacerse por nuestro sufrimiento?

Anímicamente, todo en el hombre y mujer son pasiones, y la virtud no está en eliminarlas, sino en admitirlas, contenerlas y dominarlas. Pero comprendo a la parte más conservadora de la Iglesia Católica. Claudicar a estas alturas ante el celibato sería como darle la razón a Lutero. Por lo que habrá que estar permanentemente abiertos al escándalo por mucho incienso y mirra que se le eche para ocultarlo. Lo dijo claramente hace muchos años en el ‘Libro del buen amor’ con poéticas palabras el Arcipreste de Hita, un monje bienhumorado, vividor y vigorosamente consecuente con las ‘debilidades’ sexuales del clero: «Como dize Aristóteles, cosa es verdadera, el mundo por dos cosas travaja: la primera por aver mantenencia; la otra cosa era por aver juntamiento con fembra plazentera».

Además del celibato, Ratzinger no sentía por los animales un entusiasmo indescriptible, por negar el idílico nacimiento de Jesús al lado de la mula y el buey en un establo. Tampoco la paloma del Espíritu Santo era motivo de devoción. Pero lo que más choca es que Ratzinger no esté tampoco entre los detractores de la Inquisición y su holocausto de herejes. Siendo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Ratzinger declaró en Pamplona, en 1998, que la Inquisición «no era ese ente oscuro que se piensa muchas veces, sino que, según investigaciones recientes, se trataba de una institución mucho más ‘humana’ de lo que se pensaba». Y en otras de sus declaraciones puntualizó que la Inquisición no era tan cruel como lo proponían los librepensadores del siglo XIX, sino que fue muy ‘amable’ –en especial, se me ocurre, con Galileo Galilei, a quien el papa Urbano VIII invitó gentilmente a que renegase de sus descubrimientos astronómicos a cambio de salvar el pellejo– y que al eliminar a los herejes favorecía la paz religiosa.

Según el investigador René Chandelle, que ha escrito una historia escandalosa de los sucesores de Pedro bajo el título de ‘Traidores a Cristo’, tras la muerte de Juan Pablo II se desató una de las luchas más feroces y menos espirituales para alcanzar el trono del Vaticano. Según el citado investigador, Ratzinger organizó mucho antes de que muriera Juan Pablo II una intensa campaña para convertirse en Benedicto XVI. Apoyado por los conservadores de la curia y el Opus Dei, propicio su campaña electoral sin la ayuda del Espíritu Santo y empujó a elegirle a los cardenales menos progresistas.
Lo más leído