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La pandemia es una encrucijada

13/04/2020
 Actualizado a 13/04/2020
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Es verdad que cuando llega una crisis florecen los profetas y los agoreros. En los tiempos que corren nada es diferente, a pesar de lo que pueda parecer, de otras épocas, aparentemente más crédulas. Hoy como ayer (y mucho más a través del turbión de noticias falsas y la explosión de las redes sociales) la población está expuesta a todo tipo de manipulaciones, falsedades o medias verdades, y no digamos a ese lenguaje apocalíptico que siembra el peor de todos los males que atacan a la humanidad: el miedo. En nombre del miedo se han cometido no pocas tropelías, se han justificado acciones impensables, se ha abierto la veda del odio y la exclusión de los otros, y cosas semejantes. Y no sólo es algo que esta crisis sanitaria pueda traer: es algo que ya estaba muy instalado entre nosotros, sin necesidad de que llegara la gran amenaza del coronavirus.

El largo confinamiento, adobado con una granizada de cifras que cada día compone una tormenta sobre nuestras cabezas, nos llevará quizás a cambiar nuestra forma de ver el mundo, a pensar las cosas de otra manera. Pero lo inmediato, sea esto o no una guerra, es sobrevivir: nada es más importante que la salud y nada se puede hacer sin ella. Es fácil caer en el desánimo. Mucho más fácil cuando la amenaza de la enfermedad resulta tan cotidiana, y tan próxima. Y más fácil aún cuando la crisis sanitaria viene acompañada de otras graves amenazas, especialmente para las economías más débiles. Lo que ha cambiado es que el miedo ahora se ha hecho más visible, se ha generalizado, no parece conocer barreras. El miedo, como reacción psicológica, tiene de pronto un fundamento claro y nítido en la realidad, no se trata de un temor difuso, del resultado de tendencias globales, sino de lo que sucede aquí y ahora, a la puerta misma de nuestras casas.

No cabe duda de que, como se ha dicho ya muchas veces, esta epidemia ha atacado las características fundamentales de nuestra forma de vida. Por eso muchos se preguntan si será oportuno, o si se podrá, continuar con esa misma manera de vivir. La vida moderna, como diría el otro, ha adoptado casi sin excepción, o porque no ha quedado otra, los patrones propios de la globalización, el desplazamiento continuo, la deslocalización industrial, y ha universalizado, al menos en el mundo desarrollado, la idea de la progresión continua, por excesiva y desorbitada que fuera, y aunque causara un grave daño al planeta. Que los asuntos del clima vuelvan ahora con fuerza no es casualidad: el equilibrio de la vida está gravemente alterado.

La previsible recesión mundial podría poner en cuestión los planteamientos del neoliberalismo agresivo que han caracterizado las últimas décadas: la producción masiva ha logrado que muchos bienes lleguen a mucha gente, pero también es cierto que la brecha de la desigualdad no ha dejado de agrandarse, sobre todo a partir de la gran crisis de 2008. El confinamiento parece invitar a detenerse y pensar. ¿Merece la pena este vértigo enloquecido al que nos hemos visto abocados? Porque hay un hecho indiscutible: a pesar de todo ese supuesto progreso, la irrupción del virus ha sido capaz de detener toda esta vertiginosa carrera, toda esa aceleración, y lo ha hecho casi de un día para otro. ¿No será el momento de dibujar una nueva estrategia?

Paradójicamente, la idea del mercado global había sido puesta en cuestión por políticos como Trump, que inició, como se sabe, una batalla contra el comercio internacional que consideraba injusto para su país. Dividir el mundo en compartimentos estancos, detener el gran flujo de la economía, no parece algo que vaya a suceder mañana, ni algo que muchos vayan a aceptar, pero sí podrían cambiar varios parámetros. El proteccionismo, representado por la famosa política arancelaria, no parece algo propio del mundo de hoy. Y, sin embargo, esta crisis sanitaria, a pesar de que muchos auguran que favorecerá a China y al tiempo supondrá el final de la hegemonía de Estados Unidos (largamente anunciada), parece que puede llevarnos a una reindustrialización local, a un aumento de la producción dentro de nuestras fronteras y a un freno a la deslocalización, en vista de los inconvenientes derivados de las grandes distancias entre los centros de producción. El mundo se hará más pequeño, y más específico, y el comercio será diferente, dicen numerosos expertos.

Todo es cuestión de prioridades, y tal vez lo que sucede es que no nos habíamos percatado hasta ahora de que estábamos llegando demasiado lejos en esta loca carrera hacia ninguna parte. Una carrera enloquecida que, además, está llevando al planeta al límite en muchos sentidos. La crisis sanitaria debería servir para tomarse mucho más en serio los grandes asuntos de la supervivencia del hombre sobre la Tierra: el aviso no ha sido pequeño. Y, como los expertos afirman, nada nos asegura que este aviso no sea el comienzo de un tiempo de inseguridades y fragilidades que terminen por desestructurar gravemente nuestra civilización tal y como la conocemos. Tenemos que ser conscientes de que nuestro desarrollo y nuestro progreso no son, ni mucho menos, indestructibles. Sin duda, hay que leer esta pandemia como una encrucijada.

¿Seremos capaces de articular una salida inteligente? Somos los ciudadanos los que tenemos que decidir ante las encrucijadas. De nuestras decisiones depende. A partir de ahora, deberemos primar el cuidado, la atención médica, como un asunto fundamental en la construcción de los estados. No tendría sentido que los gobiernos no colocaran a partir de ahora, sin ambages, la sanidad y la educación como pilares absolutos para empezar a construir un nuevo tiempo. Y esa es una exigencia que tendrá que venir de la ciudadanía. Bastará, creo, con acordarse de este tiempo. La epidemia, en efecto, ha atacado nuestra forma de vida, y quizás eso nos indica que muchas cosas tendrán que cambiar. Pero sería duro renunciar a la cercanía humana, a la sociabilidad tal y como la entendemos, y también a parte de nuestra libertad, que debería ser innegociable. Son algunos de los peligros latentes.

En esta encrucijada, la inseguridad o el miedo podrían hacernos apostar por ese mensaje de hipervigilancia y control, por el imperio definitivo de la tecnología como gran dominadora del mundo. La tecnología es maravillosa, pero ha de estar informada por el humanismo. Las crisis pueden llevar también a grandes avances: la ciencia debe inspirar a los gobiernos. Pero cuidado: las crisis pueden dirigirnos hacia un mundo mucho más atroz, feroz, injusto e insolidario del que ya estábamos empezando a barruntar.
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