La panadera

Por Saturnino Alonso Requejo

Saturnino Alonso Requejo
23/04/2023
 Actualizado a 23/04/2023
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Es el caso que sobre las diez de la mañana sonaba la bocina de la furgoneta de la PANADERA, primero en la Bolera y luego en el Casarón. Y era entonces cuando una vecina le voceaba a la otra:
– ¡Chacha..., la Panadera!

La PANADERA era una moza bien plantada que traía el pan de la Panadería de Riaño, regentada por el matrimonio de Tomás y Petri. Él natural de Crémenes y ella, pues de Prioro: dos hogazas de trigo candeal, «albarejo» o «albarico» como lo llamaban en Salamanca.

El caso es que salían a coger el pan las mujeres madrugadoras, a mandil puesto y una criatura de teta en los brazos y la otra, algo más crecida, agarrada a las faldas de su madre o a la saya colgona de su abuela.

¿Y aquellos niños...? Pues esperando que les compraran alguna de aquellas golosinas que traía la Panadera: unas mantecadas, unas rosquillas de sartén, unas roscas de soplo, y así. Pero, en todo caso, encetaban allí mismo el pico de una barra, o un rescaño de aquella hogaza que aún estaba caliente. Y siempre, en presencia del gallo rojo y de su harén de gallinas ponedoras que se dejaban montar en presencia de todos.

Y los niños empezaban la torta de azúcar, como si fuera el chupete de los primeros meses de vida al aire libre.

Habían pasado todo el invierno, los niños digo, preguntando a sus madres:
– ¡Maaa!, ¿cuándo vamos para el pueblo?
Y ellas les decían:
– ¡Ya pronto, hijo, ya pronto! ¡Cuando coja las vacaciones Papá!

Aquellas barras de pan traían unos coloretes como si fueran mozas de quince o dieciséis que se hubieran arreglado para ir de fiesta. Y aquellas hogazas, tan maternales, que le hacían recordar a los niños el Pan de la Vieja del Monte. ¡Qué bien se lo contaba la abuela hasta que los dormía!

Y las abuelas les enseñaban a besar el pan como si fuera el Sacramento de la Primera Comunión.

Y todo lo demás que ustedes saben y que yo no soy capaz de contar como dios manda, aunque me lo pida a voces la añoranza.

Así cumplían ellas, las benditas madres y las santas abuelas, con la Segunda Obra de Misericordia que es «Dar de comer al hambriento».

¡O yo qué sé que!

Como la Panadera recorría a diario toda la comarca, las mujeres, curiosas ellas, le preguntaban por el pariente de tal pueblo, por la amiga de tal otro, por la conocida de cuando eran mozas y se juntaban en las fiestas de por allí:
– Que si por dónde anda fulanita.
– Que si cómo está de salud mengano.
– Que si aún vive el marido de aquella otra.
– Que si acude al pueblo la de más allá... Y así.

Hablar con la Panadera era como recibir la prensa a la puerta de casa; como escuchar las noticias en Radio Nacional de España.

¿Qué más puede pedir un Pueblo de la Montaña para sentirse vecino de una comarca y hasta Ciudadano del Mundo?

Con esta paz del alma, los hombres adecentaban con entusiasmo el huerto familiar: sulfataban las patatas, preparaban los aguaduches para el riego, ataban las lechugas para que enrepollaran, ponían los palos trepadores a las alubias y así.

Y las mujeres sacaban los tiestos a las ventanas, y se ajustaban el sujetador en el balcón. Y hablaban con la otra para enterarse de lo que se guisaba en cada casa.

Llegado el mediodía, ellas se asomaban al huerto y le decían al suyo:
– Chacho, a tumbar el pote, que ya están los niños sentados y el gato Tizón bajo la mesa.
Y él, con la cuchara en la mano derecha y el rescaño de pan en la izquierda, recitaba la bendición que le había enseñado la abuela:

«Que Dios bendiga esta mesa
y este pan que comulgamos;
que nos bendiga a nosotros
hoy y el resto del año. AMÉN».

Y a mojar todos en el caldo el PAN SABROSÓN de la Panadera de Riaño.
¡QUE ASÍ SEA!
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