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La palabra esquiva

31/08/2022
 Actualizado a 31/08/2022
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Esta semana, me llamó la atención la columna de Pérez Reverte. No mencionaba a ningún personaje extravagante como los que conoce. Ni episodios heroicos de nuestra historia. Más bien se enredó con un libro de Joseph Conrad titulado El Pirata en cuya traducción se coló un gazapo. La polémica era sobre si lo que sujeta el ancla de un barco fondeado, se llamaba ‘cadena’ o ‘cable’. Tras múltiples disquisiciones por parte del autor, me perdí en el artículo. El asunto se enredó más aún por el diferente título de la obra que, en la versión francesa: ‘Le-frère-de-la-côte’.

Por algo hay un dicho italiano muy elocuente: ‘Traduttore, traditore’ (muy claro). De modo que, lo que llamamos traducción, es más bien una ‘versión’ donde lo subjetivo se abre paso. No puedo creer que, siendo Arturo un experto navegante, se enzarzara en algo tan trivial.

Hace años me impliqué en la traducción de un inquietante libro de la colección juvenil de Everest, titulado ‘El Pájaro de la Muerte en el Cabo de Hornos’. Ignoraba la complejidad de los innumerables efectos navales de la obra, para mi nula experiencia de ‘Marinero en tierra’. Como Rafael Alberti. Como yo.

Volviendo a las traiciones, la primera que cometí fue limitar el título del libro a ‘El Pájaro de la Muerte’ –a secas–. Un ave de mal agüero para los supersticiosos marinos que le echaban la culpa de la tragedia vivida.

La segunda, estuvo en que, para mayor claridad, sacrifiqué a un anodino personajillo. Uno de los dos grumetes a bordo, cuya presencia era redundante.

La tercera dificultad –involuntaria– apareció en el velamen del barco que –según decía– era ‘de Locronan’. ¿Qué es eso? –me pregunté durante semanas– ¿Una marca? ¿Un material? ¿Un paisano? Me sentía como Reverte con la cadena o el cable pero, a diferencia de él, yo no encontré la respuesta... y lo dejé tal cual: Locronan.

En esto, llegó el día límite para entregar el manuscrito y al cobrar, sentí que aquel dinero inmerecido ardía en mis manos.

Años después, en un viaje por Europa me interné en Bretaña, por carreteras perdidas, lejos de grandes núcleos y autopistas. A lo lejos apareció la figura inesperada de un pequeño pueblo. Casas no muy altas sobre las que destacaba una iglesia. Un macizo granítico, que imprimía una luminosidad grisácea a la mañana.

Movido por la curiosidad decidí acercarme. Ya estaba a punto de llegar cuando, entre unas ramas, apareció un letrero: ¡Locronan! Qué insignificante era aquél pueblo que me había causado tantos desvelos y remordimientos.

Y hallada la respuesta, di por satisfecha mi labor, tan alegre como si me hubiera salvado de un naufragio literario en el cabo de Hornos.
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