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La orfandad de Mestre

07/01/2022
 Actualizado a 07/01/2022
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Una lluvia muy menuda lloraba sobre Villafranca mientras con un gris cansado se despedía el domingo y con él un hombre humilde llamado Emilio Pérez Arias entregado con tenacidad al mirífico oficio del pan, como su padre, como su abuelo.

Se iba en silencio. Desde el prolongado silencio en que se había convertido su vida en los últimos años atravesada con ahínco por la enfermedad.

Y el poeta con el corazón herido lloró. En su llanto hablaba un padre bueno. Por eso lloraba el poeta. Por eso, por un padre bueno que siempre lo amó sin remedio. Y el poeta, llamado Juan Carlos Mestre, ante la insolvencia de las estrellas para protegerlo de la orfandad lloró con amargura haciendo suyos los versos de Kavafis: «Lloro por mi padre, aquel buen viejo / que siempre me amó;/ por mi padre, aquel buen viejo/ que ha muerto antes del alba».

Por su padre, Emilio el del horno, lloró el poeta del Barrio del Otro Lado. Por su padre, hacedor de barras pálidas y bien cocidas, hogazas nunca apalambradas, siempre atento a la alegre muchachada villafranquina que llegaba a su horno con maternos recados como: Señor Emilio, ¿a qué hora va a rojar el horno para traer la empanada?

El señor Emilio, el panadero, quien con sus amigos cazadores leía el monte con gozo, se fue, en sigilo, porque, como había dicho León Felipe, la tierra y el pan y la luz ya no eran suyos. El poeta lo sabía. Lo sabía. Por eso lloró el poeta que cantó a Keats con el mismo fervor que a sus antepasados. Lloró con su madre, Esperanza Mestre, con Ana y con Alexandra. A su lado caían otras lágrimas. Era un día de primavera. Los cerezos aún no estaban en flor. Atestada de vacío una casa vecina a la Colegiata con insomnes ventanas vencidas por la tristeza en donde ahora pasa el tiempo estremecido y la noche se postula como una carta abierta con un beso de despedida.

Detengo las palabras, no el corazón.

Ocurre que cuando yo corregía las galeradas del presente libro Esperanza Mestre, la hija del sastre Leonardo Mestre, quientocaba en Cuba el clarinete («Ciego de Ávila, provincia de Camagüey, isla de Cuba./mi abuelo tocaba el clarinete./ y tenía un cinturón con hebilla de oro».), Esperancita, como así la llamaban sus amistades y vecinos, quien había regalado también al poeta sus inmensos ojos azules fallecía en Madrid sin que el poeta lo conociese pues se hallaba hospitalizado grave y los médicos desaconsejaron dicho conocimiento hastaestimarlo oportuno. Sucedía que era invierno y brillaba la escarcha dura de la yedra. Numerososzorzales embellecían elMalvíshaciendo música. Mientras Mestre soñaba, deliraba que iba en un carromato con un acordeón de estrellas: «Las estrellas para quien las trabaja».
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