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La obsesión de contar historias

05/02/2023
 Actualizado a 09/02/2023
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Hay casas en las que nunca es buen momento para entrar. Hay casas en las que siempre eres bienvenido. Hay casas a las que nunca queremos volver por los recuerdos que duermen en sus habitaciones, como si temiéramos las miradas de los retratos que cuelgan de sus paredes, y hay otras casas a las que siempre queremos regresar porque nos dejan vivir los sueños más idealizados. Hay casas que han conseguido detener el tiempo y otras casas en las que ha escapado por las rendijas de las ventanas. Hay casas conservan la memoria y casas que exhiben el olvido. Hay casas que se levantaron por una boda y hay casas que son clarísima consecuencia de un divorcio. Hay casas que envejecen con sus dueños, casas que crecen con los nacimientos y casas que se van dividiendo con los entierros. Hay casas que enfrentan a familias enteras y casas que dan forma a la felicidad de otras familias. Hay casas que se construyeron por ambición y casas que nacieron de la frustración, casas de la necesidad y casas de la ostentación. Hay casas que nos persiguen porque en realidad nunca hemos podemos salir de ellas.

En León, además, hay casas que son museos de sí mismas, casas del ayer y casas del futuro. Hay un molino con una galería en Cerulleda que mira los primeros pasos del Curueño en la que Jesús Fernández Santos escribió ‘Los bravos’, una de las novelas que mejor define, ya desde el propio título, la Guerra Civil en estas montañas. Hay otro molino sobre el río Dueñas, en el valle de Salamón, que compró un famoso empresario al que le iba tan bien que estaba amenazado por ETA y que decidió regresar a su tierra buscando quizá el refugio que no pueden dar los guardaespaldas. Hay una casa que en Corporales llaman «de la argolla», a la que la Guardia Civil ató a dos jóvenes hasta su muerte en el más cruel arrebato de desesperación, al saber que un grupo de maquis, encabezados por el mítico Girón, se les habían escapado, después de tenerles rodeados durante días, haciendo túneles de un edificio a otro. Sí, la increíble fuga del Chapo Guzmán ya la habían inventado, por pura supervivencia, en La Cabrera. En Santibáñez del Porma hay ahora una fundación en lo que en su día fue un seminario, donde los seminaristas comían lo que se cosechaba en la propia finca y ahora todos aborrecen los garbanzos. Hay castillos a medio hacer repartidos por toda la provincia, ‘sagradas familias’ en versión leonesa, como la que levantó un legionario al que expulsaron del ejército y, al desembarcar en Málaga, decidió venir andando hasta León para ir pensando lo que hacer con su vida. Hay una finca descomunal entre Valderas y Mayorga que pertenecía a la mujer de Manuel Fraga, en la que el ministro se cayó de la bici de forma tan retorcida que le quedó para siempre la cojera que le caracterizaba. Hay en el Bierzo una casa de estilo inglés que levantó un espía al que durante la Segunda Guerra Mundial mandaban cantidades ingentes de dinero para que comprara todo el wolfram que los lugareños arrancaban de la Peña do Seo y luego lo cargara en barcos que lo arrojasen al mar para que no cayera en manos de los enemigos.

Hay un millón más. ¿Cuántas veces hemos entrado a una casa y hemos pensado: «si estas paredes hablasen»? Fulgencio Fernández y Jesús F. Salvadores las han hecho hablar. Hablan mucho los dos, por separado y entre sí, y sus conversaciones son parte del libro ‘Casas con historia’, que ya hace el número 27 de la colección de La Nueva Crónica. Trago a teóricos de la comunicación social a diario, ruedas de prensa fantasma y ruedas de prensa de fantasmas, a mafiosos de medio pelo ejerciendo el periodismo de la extorsión, llamadas impertinentes, pelmas asgaya y consejos que a nadie había pedido, trago claramente demasiado, pero saber que mi trabajo sirve para que estos dos personajes puedan recorrer la provincia en busca de otros personajes hace que todo de repente tenga un poco de sentido, aunque no sea precisamente el común, y me alivia la frustración que me provoca la certeza de que, viviendo a carreras detrás de los políticos, cada día estamos dejando que se nos escapen las mejores historias.

Jesús F. Salvadores ha conseguido, cuarenta años de oficio después, lo nadie podía llegar a imaginar: que a Fulgencio Fernández le entren las prisas. «Tira, Chusín», le dice en el libro cuando, en mitad de una cuesta en La Cabrera, se parece un hombre con un cartel que anuncia: «Ellos ya han llegado» y el fotógrafo le pregunta: «¿Quién son ellos?», a lo que el individuo responde: «Seres de otros planetas». De ahí el «tira, Chusín» que pone una muesca más en una obra que firman dos tipos de los que nunca pensaron tener en su vidas más obras que las de padecer a los albañiles, dos tipos a los que apasiona su trabajo a pesar de todo y que respetan su profesión como pocos aunque ninguno de ellos pasara por la dichosa facultad de Ciencias de Información de la Complutense en la que ahora parece que empezó todo.

Cuando le preguntan cómo se le ocurrió contar la historia de la provincia a través de las casas, Fulgencio da una respuesta que le define a él, a Jesús y que debería definir también a cualquiera que se atreva a adentrarse en este oficio: «Por la obsesión de contar historias». Los dos son capaces de dejarlo todo por encontrar un nuevo encuadre o a un nuevo personaje, una historia que condense todo lo que nos pasa mejor que ninguna antes. Los dos seguirán recorriendo la provincia en busca de historias que contar, rescatando las que están a punto de desaparecer, cribando las que nos quieren imponer. Si tiene usted la suerte de encontrarlos, seguramente le den conversación. Y, si no, será que no la merece.
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