02/05/2020
 Actualizado a 02/05/2020
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Nos parecía, creíamos al comienzo de esta reclusión, que a la menor oportunidad que tuviésemos de salir nos faltaría tiempo para agarrar la chaqueta y plantarnos en la calle en dos zancadas dispuestos a respirar con ansia el aire puro, el puro aire que parecía escapársenos estos cuarenta y cinco días desde la ventana; sin embargo los humanos somos animales de costumbres, quien se adapta sobrevive o sigue adelante en mejores condiciones que quien se rebela o resiste, cuestión de evolución, supongo. Son ya muchos días de pijama y sofá, de ejercicio en la estática y recreos de balcón, de cafés y libros y series, de teletrabajo y videollamadas. Nos acercamos a la puerta y hasta el pomo nos da cierto repelús, tal vez un pelín de miedo. Ya lo hemos tocado a toda velocidad cuando salimos a la compra con los guantes puestos, enmascarados. Y aún así, como sucede con los actos reflejos, lo soltamos de sopetón, como si nos causase cierta repulsión inducida por un miedo casi-pánico que se ha apoderado de nuestra mente y nuestro cuerpo. Nosotros, tan castizos o tan mediterráneos, a veces ambas cosas, nunca imaginamos vivir en un estado de ciencia-ficción. Ahora salir es una opción, sí, pero no tan apetecible como para preparar una estampida. Solo pensar en la tarea de desinfección a la llegada provoca hasta pereza. Será que aún llueve, que es abril, que tanto aire puro nos marea, como a Woody.

El futuro nos depara una ‘nueva realidad’. Parecen viejos tiempos aquellos en los que nos reuníamos con nuestros amigos en bares y plazas; aquellos instantes de besos y abrazos, ¿volverán? Seguramente, pero ahora mismo sobreviven en modo nube. Nos estamos adaptando a la ciencia ficción como un secuestrado al síndrome de Estocolmo.

Calles vacías. Ciudades desangeladas. Pocas puertas abiertas huelen a desinfectante, como si nos hubiese invadido un alienígena cubriendo la tierra de cloroformo tras una mascarilla.
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