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La noche, de calor inflamada

08/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Mis regresos al León del verano son escuetos, lo han sido en los últimos treinta años. La desaparición de los padres dejó la casa desolada, y el retorno ocasional obliga a nostalgias a menudo dolorosas. Aunque no siempre. Cuando la noche aún inflamada de calor se abre camino, los veranos de la infancia reaparecen durante unos segundos, con su estallido de alegría. Aquel tiempo en el que volvíamos a casa después de medianoche, convencidos de haber hecho todas las travesías del mundo sin salir de la ribera del río, donde nos parecía que estaba el centro de todo. Aquella sensación irrepetible de estar en el lugar adecuado, por modesto que fuera, el rumor del agua del Porma, un murmullo que atravesaba la espalda de la historia local, un lenguaje que, desde Roma, y desde mucho antes, esparcía las palabras mágicas por el territorio que nos pertenecía. Porque nosotros éramos los justos herederos de todos los tiempos pasados, los administradores de la memoria, los guerreros llamados a defender la voz sagrada de las aguas. Y jugamos con las tierras pobladas de esquirlas del tiempo en las colinas de Lancia, envueltos sin saberlo en los ropajes de los dioses, escuchando el eco aún perceptible de viejas palabras de soldados que allí vivieron y murieron.

También recuerdo la noche de otra forma, esperando ver estrellas fugaces que de vez en cuando pasaban sobre el tejado de la casa. Mi madre y yo salíamos a la escalera, y permanecíamos allí en el silencio que demandaba la oscuridad. Un frescor subía desde el jardín, recién regado, una pausa con olor a hierba, la señal de que estábamos en pleno contacto con la tierra. La noche nos devolvía la existencia amable, tras siestas de calor inmisericorde. Una liberación que suponía el regreso a la vida, la salida en busca de aire. Los ruidos de la noche se hacían nítidos entonces, como el sexo de los sapos, a los que ya no escucho. La noche tejía sobre nosotros una tela poderosa y azul, un cielo protector que, sin embargo, derivaba a veces en tormentas formidables que se habían amasado, como siempre, a partir de las ocho de la tarde. Tormentas que veíamos crecer como torres inmensas, que cabalgaban durante minutos como jinetes negros hasta conquistar el horizonte. A veces descargaban gotas que parecían huevos de reptil, una lluvia cálida y tropical que sacaba humo al suelo y al asfalto.

Nunca pasaba nada, aunque vi a pocos metros árboles abiertos en dos, de arriba abajo, sajados brutalmente por los grandes rayos de la infancia, que caían con el mismo sonido que a buen seguro producen las bombas. Mi madre musitaba oraciones de su niñez gallega, oculta en el sótano como si así pudiera no ser detectada por el ojo maligno, hasta que escampaba. Había una hinchazón violenta en aquellas tardes de verano, un giro hacia el azul primero, el morado después, un deseo lascivo de llover, largamente reprimido, y, de hecho, toda la llanura, hasta las tierras de Campos, como David Trueba no nos dejaría mentir, se envolvía a veces en esas telas de la noche, con los árboles cabeceando por la brisa que anuncia la gran batalla, una brisa inflamada también que traía noticias del corazón de la tormenta.

Luego, en la mañana, el sol volvía a ascender sin preguntarse por la noche. Los días eran lentos y vacíos, las tierras rojas como la sangre, el agua escasa, hasta que el canal de Arriola se convirtió en la arteria principal y las acequias, que vuelvo a ver de vez en cuando, nos salpicaban la cara con el agua veloz y las espumas, y nos parecía que estábamos cerca el mar. El maíz empezó a gobernar entonces la llanura, el verde se impuso allá donde al agua llegaba, el amarillo se hizo más extraño, aunque seguía reinando en las colinas. Atravesamos campos como quien surca el océano, nos aventuramos más allá de donde nos era permitido. Nos saludábamos en la distancia, esperando el progreso, con la alegría de los locos. El color naranja de las bombas que extraían agua de los pozos, y el olor inconfundible del combustible, se fue haciendo más extraño, los viejos campesinos de bicicletas negras se fueron muriendo, y el agua, sin embargo, parecía abrazar la comarca, un sistema circulatorio de acequias embreadas, para impedir las pérdidas, que llevaban vida donde apenas había existido. Creo que el progreso nunca llegó del todo, pero muchas cosas cambiaron y algunos jóvenes adquirieron tractores grandes como montañas de colores, en los que también iban a tomar el vermú. Sin embargo, los viejos se hicieron más viejos. Y los de mediana edad fueron deslizándose hacia ese momento en el que te despides de las horas eternas en la solana y las cambias por un trabajo alternativo, o por la tarde apacible de los naipes. Y los jóvenes, aunque reconocíamos el paraíso que la naturaleza nos había dado, y lo agradecíamos, nos entregamos a los tiempos modernos, como siempre han de hacer los jóvenes, de una u otra manera. Y ahí fue cuando la infancia se acabó, y casi la juventud, y muchos nos fuimos, como tantos se van también ahora. Y la hiedra empezó a trepar por la casa desolada, y todos los que un día habíamos conquistado las laderas de Roma, todos los que habíamos sido los reyes del río, sólo regresamos para comprender y lamentar que el olvido crece como una planta salvaje.

La otra noche, en uno de estos escuetos regresos al verano de León, vacío ya de tantas cosas, aquellos días volvieron a aparecerse, con su mensaje de felicidad perdida, con ese filo que es capaz de herir profundamente. Volví a mis paseos por la ciudad moderna, tan distinta de aquella en la que los coches conquistaban aceras enjutas a pocos metros de la catedral. Volví a aquellos días en los que tomábamos el Húngaro al atardecer para volver a casa, después de la azarosa expedición de un día a las tiendas de la Rúa, a la tienda de Lobato…, una expedición que a mi madre le parecía algo así como un viaje a muy lejanas latitudes, y volvíamos como quien toma un barco dolorido, aunque mágico, que jamás naufragó. El sol es aún más brutal que entonces, y sospecho que todos nos hemos hecho demasiado adultos, o demasiado viejos, como para poder hacer algo para evitar el estancamiento, la desazón o la parálisis. Y, sin embargo, la ciudad luce esplendorosa, y el arte sigue latiendo aquí, y vuelve, precisamente en los veranos, y en la madrugada las calles y las plazas celebran algo muy semejante a la felicidad. Aunque media población huya al campo, a la casa familiar, a las fiestas junto al río, esos lugares que nos construyeron, que nos hicieron soñar de niños, y que, de algún modo, parecen resistir. No sé por cuánto tiempo.
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