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La niña y el planeta

30/09/2019
 Actualizado a 30/09/2019
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El otro día me volví a emocionar con el pase en Televisión Española de ‘Interestellar’, la famosa cinta de ciencia ficción de Christopher Nolan, donde se mezcla la poesía de las imágenes con la angustia del ser humano por la supervivencia. Ya sé que vivimos un tiempo proclive a las distopías, algunas preocupantes y quizás premonitorias (ahí está el éxito de Margaret Atwood, que acaba de publicar, por cierto, ‘Los testamentos’, la segunda parte del ya famosísimo ‘El cuento de la criada’). Vivimos también un instante de emergencia climática, como es bien sabido, y quizás el cine, que se ha vuelto algo repetitivo y falto de ideas (a los últimos años de Hollywood me remito), ha encontrado ahí una veta fantástica, en todos los sentidos de la palabra, para narrar este instante de agobio colectivo, esta, cada vez más evidente, fragilidad de la vida en la Tierra, con todas sus implicaciones y con su lectura, también, filosófica y poética.

Hace poco tiempo, el presidente Trump (¡Trump!) habló o tuiteó (sería más bien lo segundo) sobre una nueva era de viajes a la Luna, que, por supuesto, encabezaría su país. Formaba parte de las alocuciones y homenajes por el 50 aniversario del primer viaje, cuando algunos éramos apenas unos tiernos infantes, y de lo que creo que ya hablé aquí. Amigo de ir siempre a lo grande, ande o no ande, Trump añadió que de inmediato vendría Marte (y lo que se tercie, pensé yo). Nada más propio del hombre que el deseo de saber y de explorar. Lo que ocurre es que, a los pocos días, Trump dijo que no le interesaba la globalidad y sí el patriotismo. Entendiendo por patriotismo esa defensa a ultranza de lo propio, de lo que se cuece puertas adentro, es decir, una mirada un tanto egoísta o más bien egocéntrica, y, desde luego, muy proteccionista, si no mezquina. La promesa de viajes interestelares parecía instalarse más en ese concepto de patriotismo, de grandeza, y no tanto en el interés científico, que, como es natural, atañe a todo el planeta, globalmente, y que pasa por encontrar otros mundos similares al nuestro. Lugares a los que huir, si no queda otro remedio, para que la vida pueda continuar.

Esta idea es la que anima ‘Interestellar’, como sin duda saben: junto con un montón de teorías sobre los agujeros negros, las paradojas espacio-temporales, algunas fundadas físicamente, otras mucho más creativas y poéticas. A fin de cuentas, es una película, no un documental. Pero lo que late en ella, desde luego, es la inminente destrucción de la naturaleza y la necesidad de preservar la especie humana. Trump, y otros líderes semejantes, opinan que la lucha contra el cambio climático pertenece a esas filosofías globales de las que abominan, según ellos sin aval científico que merezca la pena, y mucho más basadas en guerras económicas, comerciales e incluso ideológicas. De ahí, a tomarse a broma las palabras y la figura de la ya famosa Greta Thunberg, sólo ha habido un paso (o un tuit), aunque ella le ha contestado, por la misma vía, con bastante contundencia. Lo cierto es que la emergencia climática va más allá de las opiniones, va más allá de las decisiones políticas (aunque, desde luego, no se puede negar su poderosa influencia), porque sólo debe responder ante los datos científicos, a los modelos con los que se trabaja en los laboratorios, a las experiencias llevadas a cabo a lo largo de décadas. Y es inútil (aunque pueda funcionar a corto plazo) intentar desviar la atención con ese lenguaje intimidatorio y burlón, como si nada estuviera pasando, seguir alimentado un discurso que ya no pertenece al presente. Y mucho menos, al futuro.

La figura de Greta Thunberg ha generado, de todas formas, algunas polémicas. Cabía esperarlo, porque no hay nada en los tiempos que corren que no se ponga en cuestión o que no se mire con recelo, con razón o sin ella. Se habla de su conversión en icono, en símbolo, algo que, bien mirado, podría acabar devorándola, sabiendo lo resbaladizo de los escenarios mediáticos. El ser humano es proclive a estas cosas, ya lo sabemos. El lenguaje político está lleno de esas creaciones simbólicas, de esas construcciones semióticas, como lo está la publicidad, y tantas y tantas cosas de la vida cotidiana. Lo que sucede es que, en un mundo expuesto, donde las imágenes forman parte decisiva de todo lo que hacemos, parece que sólo así, apoyando una figura con gran potencia comunicadora, como representante de las generaciones que se verán afectadas por el desastre climático, se puede lograr mucha más atención, abrirse camino en los informativos, conseguir, en suma, que el menaje no pase inadvertido. Y ya sabemos lo que sucede con los informes científicos, y con su lenguaje: aunque la prensa se hace eco, lo cierto es que a veces quedan ensombrecidos por los muchos morbos y vaivenes de la actualidad, sin encontrar el lugar que merecen. ¿Han visto muchas entrevistas a científicos recientemente? ¿Y a políticos? Sí: algunas más.

Que la figura de Greta Thunberg haya levantado alguna polémica no deja de ser un buen síntoma: nadie dice nada, ni bueno ni malo, de quien le resulta indiferente. Así que, si resulta molesta o incómoda, tal vez sea porque en su acción, seguramente arropada e inspirada por otras muchas personas ahora mismo, va en la dirección correcta. Tal vez lo que pasa es que, con su exposición mediática y su indudable poder simbólico, haya logrado poner en el mapa de las generaciones jóvenes un asunto, el de la defensa del planeta ante la gravedad de la situación, que de otro modo podría quedar en segundo plano, medio olvidado en los programas electorales (les aseguro que esto ya no va a pasar en lo sucesivo), o, simplemente, ralentizado y adormecido, ante el mayor impacto doméstico que suelen tener otros asuntos. Esta revolución ecológica, o como quiera llamarse, ha logrado colocar el mensaje en las calles, que es siempre el lugar decisivo. Y, sobre todo, ha logrado demostrar que es una preocupación compartida por todo el planeta, porque es global, sí, pero también local. Pues afectará localmente, como ya ocurre, y, a la vez, tendrá (o más bien tiene) terribles consecuencias planetarias.

Sin embargo, es cierto que cada vez hay menos tiempo para reconducir la situación. Algunos creen que ya no hay tiempo. Por eso Antonio Guterres habló de la necesidad de pasar de las palabras a los hechos. Bien está el mensaje. Bien están los símbolos, los iconos, los líderes de la protesta. Bien está Greta. Pero, ¿nos perderemos en las palabras? ¿En las distopías cinematográficas o literarias? ¿Nos conformaremos con esperar y ver?
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