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La moneda de la suerte

10/05/2015
 Actualizado a 14/09/2019
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Mi amigo Antonio Barquilla me regaló hace unos días «la moneda de la suerte». De ese modo puso nombre a una diminuta moneda, parecida a la antigua de dos realines procedente, aseguró, de La India. «Has de llevarla siempre contigo», me dijo, convencido del valor real del obsequio. En ese mismo instante, en el momento de salir del bar donde habíamos tomado unas cañas, pasó junto a mí una grúa llevándose el micra de mi propiedad y allí al lado, donde lo había estacionado, un municipal guardaba en su cartera la copia de la denuncia por aparcar mi vehículo en «carga y descarga». El policía no sólo evitó atender mi reclamación de estacionamiento momentáneo, sino que me instó insolente a mostrarle el carné de conducir (que había olvidado en casa) y el de identidad (utilizado tal vez como marcapáginas de cualquier libro) mientras palpaba inútilmente mis bolsillos. Llegué a casa enrabietado, dispuesto a concentrarme en un artículo sobre el asunto o, como poco, en una carta al director de este diario que diera fe de la injusticia por tamaña insignificancia. Al lado del ordenador donde comencé a escribir reposaba el libro del escritor Antonio Sáez ‘Yo menos yo’ en el que acababa de leer un capítulo donde dejaba escrito, con eminente intención, que nunca se puede escribir desde el rencor: «Elimino» (al escribir) «todo resquicio de odio, de enfrentamiento, de ajuste de cuentas».

Recordé entonces que no lo había hecho así un amigo escritor, a quien prefiero no identificar, el cual había publicado el peor de todos sus libros alentado precisamente por la rabia que habían provocado en su ánimo tragedias económicas a cuenta del desplome de una empresa en la que participaba como socio, y de la que salió con una mano delante y otra detrás, a expensas tan sólo de su exiguo remanente como escribidor. Tantas vueltas le había dado en la cabeza a aquellas disputas y al desaguisado que provocaron las idas y venidas a los juzgados, que decidió trasladar a su novela los ingredientes de dicho enredo. Consumido por el odio, describió al protagonista –a él mismo: nadie mejor para hurgar en detalles novelescos y, sin embargo, reales– como una persona trabajadora, inteligente y generosa, incapaz, sin embargo, de hacer frente a la hecatombe económica que fundió su empresa durante la crisis. Y a sus socios, como indolentes elementos que tan sólo buscaban los estipendios mensuales sin atender las preocupaciones diarias de la sociedad como era debido.

Para que nadie pudiese acudir a la evidencia del texto con la intención de involucrarlo judicialmente, puso nombres anónimos a cada personaje, pero, decidido como estaba a abrir senderos en la novela que señalasen de alguna manera la ruta de los culpables, dibujó literariamente en la narración las orejas de murciélago de uno de ellos y la nariz de gocho del otro. No obstante lo cual, el juez determinó la clara evidencia de culpabilidad del autor tras observar durante el juicio la chistosa fisonomía de sus exsocios.

Como quedó dicho, yo había comenzado a escribir, a raíz del contratiempo que supuso la actitud testaruda del municipal, una carta al director del periódico local expresando mi malestar y también la sensación de asombro que me provocaban no sólo las actitudes déspotas del personaje ‘cobrador’ del municipio (así lo había escrito), sino la exagerada cuantía de las multas: hasta trescientos euros habría de pagar, entre unas cosas y otras, un trabajador autónomo en el paro por una simple tardanza de diez minutos. Y entonces volví a abrir, donde lo había dejado, el libro de Antonio Sáez: «Escribo contra la tentación de escribir contra otros. Intento no odiar, alejarme de las fuentes del rencor».

A día de hoy estoy convencido de que nunca conoceré el momento en que han de terminar mis contratiempos, en qué lugar estará señalado el límite de mi mala suerte, y así, desnudo de rencor, fui sembrando frases para desarrollar el artículo: el municipal cumplió con su deber. No aparqué donde debía. La vida es bella. Los amigos están conmigo. El Torío baja radiante. El Barquilla se va a meter donde le quepa la moneda de dos realines.
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