La mochila

Por José Javier Carrasco

José Javier Carrasco
03/09/2022
 Actualizado a 03/09/2022
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Al final de la escalinata que arranca de Padre Isla se perfila la iglesia de Renueva con sus dos torres idénticas de cuarenta metros, rematadas en sendas cruces. Un buen lugar para poner fin a una carrera de fracasos como la mía, si se pudieran escalar y subir arriba, algo que dudo. De existir escaleras deben ser estrechas, angustiosas y llenas de telarañas. El recorrido ideal para un potencial suicida que ha decidido estrellarse en una escalinata con un vago aire barroco e italiano, de película neorrealista. Un compañero de colegio, Javier, – de eso hace muchos años –, era sobrino del párroco de entonces de Renueva. Los padres vivían en un pueblo y él residía con su tío durante el curso. No brillaba en sus estudios, pero tampoco resultaba un desastre. Entonces empezaba a distanciarme de mis conocidos del barrio y buscar nuevos compañeros. Nos hicimos amigos. Javier daba algunos guateques que celebraba en casa de su tío, una vivienda frontera con la iglesia. Acudía con frecuencia y, escuchando a Cecilia, medio me enamoré de su novia de entonces, una muchacha llamada Victoria que alentó algunas fantasías de borroso recuerdo. Ensoñaciones de un muchacho tímido, que abrazó la causa de la rebeldía como pudo decantarse por militar en Fuerza Nueva. El destino a veces lo deciden nuestras lecturas; y las mías, de la biblioteca de Javier, mientras los otros se morreaban, fueron las letras de Yupanqui, el teatro de Sartre, la poesía de Brech... Timidez y rebeldía, un cóctel fatídico que determinó mi vida durante bastante tiempo hasta que la conocí.

Cuando la vi sentada en aquella mesa de El Cafetín me recordó a una porcelana rota. La cabeza rapada y la ropa de alguien que bordea la indigencia. Una mochila roja en el suelo, a sus pies, en la que asomaba un saco de dormir azul. No había nada sobre la mesa y probablemente se había sentado allí a descansar un rato. Sonrió e hizo un gesto para que me sentara a su lado. Me acerqué hasta ella. Me pidió que me inclinase y con apenas un hilo de voz – estaba afónica –, en el que distinguí un leve acento gallego impostado, me preguntó si podía invitarla a algo. Le pregunté qué quería tomar. En un susurro, cortado por una tos bronca, me dijo que un café con leche bien caliente. Me acerqué a la barra y pedí el café con leche. Olvidé añadir que, preferiblemente, muy caliente. Lo pagué y cuando me dirigía a la puerta – no me sentía capaz de unir las piezas de aquella muñeca rota – la desconocida se levantó y, olvidándose del café, se puso a mi lado. Se adelantó, abrió la puerta y me invitó a pasar delante. En la calle empezó a caminar conmigo. Se había pegado a mí como un perrito abandonado. Como si hubiera adivinado lo que había pasado por mi cabeza, se detuvo y se dio la vuelta sin despedirse, dejándome una sensación de malestar, de irritación conmigo mismo por no haber sido más amable.

Al cabo de una hora volví al Cafetín. Sentada en la misma mesa, en compañía de Javier, se encontraba la muñeca rota, que ahora parecía, quizá después de tomarse aquel café con leche caliente que necesitaba, completamente rehecha. Me pareció realmente bella. Saludé a mi amigo y me disculpé por haber estado tan borde. Aceptó mis disculpas con una inclinación cortés de cabeza. Así todo se mantuvo distante. Al dejar El Cafetín se había hecho de noche, Javier propuso que fuésemos a cenar algo. Para entonces ya estaba enamorado. ¿Qué diferencia existía respecto a otros de mis muchos enamoramientos? Una angustia no conocida. La convicción de que si me pedía que me fuese con ella, lo haría, dejaría todo y la seguiría allí donde fuera. Era mi gran oportunidad de cambiar el rumbo de mi vida, de ser feliz. Quizá la última. Pidieron arroz a la cubana y yo, por no desentonar, pedí lo mismo. Odio el arroz y no sabría qué comer ni hacer si viviese en un país oriental, lo más probable, emigrar. Pero aquel me supo bien. Nos manteníamos concentrados, sobre todo en comer. Javier y yo bebíamos cerveza. Ella pidió agua mineral. Daba, en pausas medidas, pequeños sorbos, dirigiendo miradas furtivas en dirección a la mochila que descansaba en la silla libre. Salimos y Javier la propuso pasar la noche en su boardilla. En silencio nos pusimos a caminar. Javier un poco delante y nosotros dos más rezagados. Durante la cena su actitud hacía mí cambió. Quiero creer que para mejor. Yo veía pasar, como en una película, el escenario familiar de la ciudad. Todo envuelto en ese nimbo dorado de los sueños en los que nos resistimos a despertar. Al despedirnos volvió el paisaje cargante de un lugar que cada día me resultaba más insoportable. Tardé en dormirme y desperté apenas pasadas las ocho. Me vestí y me precipité en dirección a la boardilla de Javier con la esperanza de encontrarla. Tenía decidido irme con ella. No respondió nadie. En El Cafetín había dicho que al día siguiente haría autostop hasta la comuna de Llanes donde vivía. Salí en dirección a la carretera de Asturias convencido de que la encontraría. La vi a lo lejos y el corazón me dio un vuelco. Aceleré el paso. Cuando nos separaban unos cien metros, se detuvo a su lado un coche de la guardia civil. Bajó un guardia. Le pidió el documento nacional de identidad, lo estudió un momento y volvió al coche. Habló algo con el conductor y los dos se dirigieron a su encuentro. Uno cogió la mochila y el otro le pidió que les acompañase. La metieron dentro y el coche giró en dirección a la Comandancia. Una semana después viajé a Llanes. Encontré la comuna, pregunté por ella, y su compañero, un gallego bastante locuaz, me contó que la habían trincado en León con medio kilo de hachís. Cuando quiso saber de qué la conocía, no supe qué responderle.

Basado en la fotografía del artículo titulado ‘Punto de fuga o las escaleras de Renueva’ aparecido en LNC el 3 de junio de 2020.
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