14/05/2023
 Actualizado a 14/05/2023
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Una tarde de hace unos cuantos años, caminando cerca de un edificio donde se toman decisiones importantes, observé un contenedor de obra que rebosaba escombro y restos de madera de la más que probable reforma integral de una vivienda noble cercana. Me imagino que aquella sería algo parecido a ese piso de 282 metros cuadrados en Padre Isla que da a tres puntos cardinales porque ocupa toda la planta octava, y que pueden ver en Idealista los que gusten de fantasear con las intimidades ajenas a partir de lo que revela el interiorismo de sus moradas y no a través de la basura que revelaban propios y ajenos en Sálvame, al fin defenestrado.

Una de las piezas de madera deshechadas en aquel contenedor llamó mi atención porque era un corte con forma de triángulo escaleno, con dos vértices en punta y un tercero redondeado que semejaba una dilatación de lóbulo auricular. El lado más largo medía casi un metro. El bloque tenía un grosor de seis centímetros. La madera lucía oscurecida por el barniz excepto en el costado del corte. Me acerqué, lo tanteé. Pesaba la vida. Supuse que aquello no sería pino, sino algo más exótico. Entre la montonera vertida se veía el resto de los recortes hermanos que componían el total del cuerpo original, era el cabecero de una cama bastante historiada (pero bastante menos que la del dormitorio principal del pisazo de Padre Isla). Me puse mi cacho bajo el brazo «à la carpet» y arreé para casa. Porque el material es la inspiración, al entrar bien sudado del esfuerzo por la puerta ya tenía claro que aquello se convertiría en el tablero de una mesa de centro.

El invento se sostuvo primero primero sobre un soporte metálico de tres patas para tiesto de barro y luego sobre un taburete antiguo que con el tiempo se me fue despatarrando hasta pedir a gritos que le pusiese una brida sujetando dos patas en diagonal, tremendo fijador. Pero el peso y la asimetría de sus formas privó a la mesa de éxito en su función y continuidad en nuestro salón. Fue trasladada a la terraza a chupar heladas y solanas suficientes para perder el barniz. Hasta que esta primavera ha vuelto con fuerza. La pinté de acrílico rosa y se convirtió ipso facto en una pieza única. No es bricolaje, no es decoración, es algo más. Cualquier Young British Artist lo reconocería a la legua. «Te irás de esta casa y te la llevarás contigo», me dijo alguien con sarcasmo cuando la vio. «Claro», le respondí yo sin asomo de ironía. Y pienso ahora que así será a menos que consiga un comprador que aprecie lo que vale. Eduardo Casanova es un buen candidato. Jorge Javier también, pero paso de tratos con él.
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