16/08/2015
 Actualizado a 09/09/2019
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En la escuela de adobe, que hace más de una década que ya no existe, aprendí a prescindir de la realidad. Como vivía a algunos kilómetros, comía en casa de un familiar y a las tres en punto ya estaba allí, sin nada que hacer, mucho antes que los demás. Salíamos la maestra y yo al caserón de enfrente, buscando la sombra, porque según mis recuerdos siempre hacía sol, nos apoyábamos contra la pared, sentados en un tronco muerto, y ella, invariablemente, me decía: «Ahora, deja la mente en blanco». Se trataba de limpiar los restos del día. La mente en blanco se tragaba todos los ríos y afluentes aprendidos por la mañana. Igualmente, la salmodia de las matemáticas. Y así, aquel momento zen crecía en un pueblo diminuto, casi olvidado en los mapas, a pesar de su cercanía con la capital. No recuerdo instantes de mayor placer que aquellos: sólo tenía seis años. Cuando la escuela se cerró, como tantas, porque nacían pocos niños (como ahora), lo que más eché de menos fue aquella hora de filosofía que la maestra impartía sólo para mí, sin percatarse de que una frase pudiera contener tanto magisterio. «Ahora tienes que dejar la mente en blanco», me decía. Y así uno quedaba libre de todo temor. El tiempo se detenía, los miedos, aún pequeños entonces, se esfumaban. Y sólo una hora después me era concedida la posibilidad de recuperar la conciencia de las cosas. Nunca más he vuelto a tener la mente en blanco. Saturado de realidad, intento reproducir en vano la misma postura, la sensación extrañamente confortable de aquel tronco muerto y aquella pared de adobe, mientras me arrellano en cualquier sofá de diseño. Es cierto que el mundo no vuelve a brillar jamás con la luz de la infancia, cuando la infancia es razonablemente feliz. Mientras transcurre este mes de agosto, sin aquel brillo sin duda imaginario, pero irrepetible, compruebo cómo estamos fatalmente contaminados. Comprendo que sabemos más de lo que nunca supimos, que la conexión es total, que el planeta se ha hecho pequeño y que lo terrible está en todas partes. Ya no hay escapatoria. Amo la tecnología, pero echo de menos cómo nos citábamos en las riberas de los ríos, en las eras, en los patios, dejándonos llevar por los sonidos o los olores, como si fueran los códigos de la tribu. Nunca pensamos en que llevaríamos incorporado un GPS en la piel. Nunca creímos que nuestras frases llegarían a miles de kilómetros en pocos segundos, pero nos bastaba con dejar pistas en las vallas, en las puertas, en el corazón, para saber que, como siempre, estábamos allí. Se acabó desenchufarse del mundo. Se acabó la mente en blanco.
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