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La melodía de los días perfectos

28/06/2021
 Actualizado a 28/06/2021
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Ha pasado la semana de los indultos, como algunos la llaman, considerando que esa fue su característica principal: los indultos del gobierno de Sánchez a los encarcelados por el ‘procés’. Esos indultos se habían anunciado con anterioridad, con esa facilidad que tienen ahora los políticos para lanzar globos sonda, a ver cómo piensa la población, y había dado tiempo a que unos manifestaran su acuerdo y otros su desacuerdo de forma reiterada, incluso a que los propios beneficiados, en general, no mostrasen excesivo entusiasmo por la medida, ya que aspiraban a una amnistía, como dijeron.

Lo cierto es que la realidad se aceleró y los indultos se aprobaron, con sus limitaciones, y los independentistas salieron, sin ocultar su alegría, después de todo. A partir de ahí se han sucedido más y más opiniones, como por otra parte debe ser en un país democrático. Desde los que creen que todo irá a peor, pues no hay voluntad de renunciar a la idea del separatismo, a los que piensan que desde el inmovilismo no se consigue nada, y que el perdón es muchas veces mejor que el castigo, según palabras aproximadas de Sánchez.

Reconozco que la famosa intervención del presidente del gobierno en el Gran Teatre del Liceu, cuando comunicó lo que iba a suceder con cierta ceremonia, nada menos que en un escenario de gran tradición y prestigio, y, desde luego, de gran significación para Cataluña, me produjo cierta desazón, especialmente por cómo se desarrolló el evento. Al discurso del presidente, con su inevitable componente de performance mediática, le acompañó una ruidosa protesta, tanto dentro como fuera del local: palabras de desaprobación y de indiferencia por los indultos que había ido a ofrecer.

Reconozco también que lo soportó estoicamente, en aquel escenario vacío del Liceu, en esa desnudez a la que a veces se enfrenta el poder, lo que debió convertir el acto en cuestión en uno de los peores momentos de la vida política de Sánchez. O, como me dijo alguien, en uno de los peores mejores momentos, pues, al tiempo que escuchaba descalificaciones, seguía adelante con su plan, como los actores de Shakespeare seguían adelante con sus obras en el Globe cuando eran interrumpidas con osadía y vehemencia por el público. Ignoro si eso es lo que Sánchez quería mostrar: la imagen de quien se arriesga al grito y aún así sube a las tablas a decir su monólogo.

Pero, aunque los indultos lo han copado casi todo en esta semana que ayer terminaba, no creo ni por asomo que haya sido lo más importante ni lo más trascendente de ella. Para empezar, como dije, se trataba de algo anunciado. Mediáticamente fue un momento álgido, pero tenemos que aprender a medir la vida de otra forma, en lugar de dejarnos llevar por lo que otros quieren que consideremos que nos mueve y nos motiva, aunque no sea así.

No digo que no sea un tema importante. Ni siquiera digo que el asunto catalán no vaya a afectar a nuestras vidas y seguramente a las de nuestros descendientes. Pero creo que hay que vaciarse un poco del laberinto político. Entramos mucho al trapo en estas cosas, nos metemos en excesivos jardines, empujados, sí, por la propaganda y las luces de las pantallas. Dejamos que nos organicen la agenda, permítanme la ironía.

Y, sin embargo, suceden otros muchos asuntos infinitamente más importantes, que nos afectan y nos afectarán más, y a los que apenas prestamos atención. El cortoplacismo suele estar bien visto por los políticos, porque tiene que ver con los ritmos electorales. Pero el cortoplacismo, como lo superficial o lo maniqueo, rara vez va a la verdadera raíz de los asuntos.

Casi siempre lo doméstico nos ofrece temas de más enjundia, que de verdad influyen en que nuestra vida sea mejor o peor. Por eso dicen que Sánchez se apresuró a liberarnos de las mascarillas, también en estos días del indulto, porque sabe que el final de ese caminar embozados, irreconocibles, el final de esa larga experiencia indeseada del enmascaramiento, sí puede suponer un subidón de libertad. Una alegría verdadera, tangible y cercana.

Sé bien que la política se comporta como los vasos comunicantes. Y que unas cosas suelen compensarse con otras. Pero no creo posible que el final de las mascarillas esté concebido para paliar el impacto de los indultos, digámoslo así. Es verdad, porque de nuevo prima el lado mediático (y esto es común a la política en general, no a unos u otros en particular), que Darías presentó el final de las máscaras en las calles con cierto lirismo, describiendo el momento como la reconquista de la sonrisa propia y de la sonrisa de los otros. Pero también me parece que volver a sonreír no es una cuestión baladí.

Claro que el ser humano se acostumbra a todo, y va a resultar difícil que de verdad nos despojemos del cubrebocas, como le llaman en algunos lados. El miedo es uno de los elementos fundamentales de la sociedad de hoy. Justificado o no, según los casos, el miedo sigue guardando la viña. Y, sobre los contagios, aún persisten muchas dudas. Quizás la mascarilla, a pesar de ese indudable perfume de libertad que rodea su supresión al aire libre, termine siendo como el paraguas o el sombrero: eso que coges al salir.

Por encima del fin de las máscaras y de los indultos catalanes, esta última semana ha sido la del comienzo del verano. ¿Será que todo eso ya no importa? ¿Devora la actualidad mediática el ritmo de las estaciones?

La pandemia me ha privado de pasar el solsticio de verano en el sur de Irlanda, como solía hacer los últimos años. Ya saben que los festivales poéticos florecen en la isla atlántica, y uno de ellos, el que recuerda la llegada del druida Amergin a las costas de Kerry, me ha llevado sistemáticamente allí, entre música, cerveza negra y poesía. En la noche de San Juan, cuando los poetas se retiraban, lanzábamos todo lo sobrante al fuego de la hoguera, como hacemos aquí, o como hacíamos. Y así deberíamos seguir: limpiándonos de todo lo que nos sobra, de todo lo que nos pesa. Con León Felipe, digamos: todo para el fuego, nada para el gusano de la tierra.

Deberíamos intentar construir un día perfecto, como me decía el otro día Jacobo Bergareche. «Esos días amados a los que les hemos extraído su melodía para poderla usar de base». Días que deberíamos convertir en ‘standards’ del jazz. Su novela, precisamente titulada ‘Los días perfectos’ (Libros del asteroide) es una de mis recomendaciones para este verano. Es un libro sobre el enamoramiento (como el que tuvo Faulkner con Meta Carpenter), pero, sobre todo, es un libro sobre cómo hallar esa melodía de la felicidad, esa música de la alegría, y no dejar que nos la arrebaten.
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