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La medida de los héroes

20/09/2020
 Actualizado a 20/09/2020
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El menos imperfecto de los sistemas políticos, la democracia, es también el que menos héroes produce. Hay una relación de causa y efecto en esta pauta, quizás relacionada con el sino apasionado y manipulable del concepto de héroe y la tendencia a la moderación en los sistemas democráticos más asentados. Los griegos tenían por héroes a quienes mostraban ciertas virtudes (y enormes defectos) que habían de estimular comportamientos correctos o enaltecer cualidades útiles para la vida social. Pero no dejaban de ser semidioses o personajes ilusorios. El cristianismo hizo lo propio con los santos, inventándose o recreando biografías ejemplarizantes muy a tono con lo que cada época y circunstancia exigían de los fieles. Con frecuencia la historia hincha pecho a base de actos y actitudes memorables que, a poco que son escrutados por los historiadores, acaban revelándose como lo que son: fábulas ensalzadas de manera retrospectiva para justificar algo o a alguien. Desde la trifulca de Pelayo a la depredación americana nuestro vetusto «relato nacional» está repleto de esos cuentos infantiles.

También las democracias construyen sus mitos personales, por descontado, pero puesto que se trata de individuos de carne y hueso, acaba por despuntar su miseria humana y caen como ídolo de barro al primer lavado, cuando época y circunstancia dejan de precisarlos. Teniendo en cuenta la cercanía temporal y que están muy documentados, su desplome es rápido y concluyente. Vivimos tiempos de voladura de las mitologías. Estatuas derribadas o acontecimientos revisados evidencian el desagrado de buena parte de la sociedad con una narrativa que no les representa, con símbolos alejados de aquello que queremos ser.

España ha tenido mala suerte con sus héroes. El último mito nacional derruido con estrépito cuando más falta parecía hacer es la Transición. La «gallardía» del rey fugado, los bochornosos expresidentes, el viejo President capo de un clan familiar… Todos los ídolos de aquel épico proceso «admirado» por Europa y el mundo (la exageración siempre previene), según la propaganda fundacional de la restauración democrática, se han disuelto dejándola huérfana de referentes. Se engancha la democracia al albur de héroes colectivos cuando las cosas se agravan: médicos, bomberos, policías… Figuras anónimas de las que, una vez realizada su proeza, una gesta que es tan solo un gesto, nada debemos conocer. Una épica de acontecimiento. Quizás no existan los héroes, sino solo acciones en que algunos sobresalen por encima de la media los sabidos quince minutos. Sin embargo, como saben los mitógrafos, no hay alternativa. El héroe necesita rostro y semblanza con que situar sus hazañas en un lugar distante pero concreto. Por eso cuando Fernando Simón se zambulle en el océano durante sus vacaciones, el héroe nos defrauda porque se parece a nosotros, aunque nunca pretendiera lo contrario.
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