17/04/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Uno tiene la edad suficiente para haber vivido todas las elecciones que se han celebrado en la España democrática –a las que han sido desde el 78– y aunque, ciertamente, cada vez me han ido provocando más desidia y un ánimo de alejamiento, no me he podido alejar lo suficiente como para no padecer sus campañas electorales.

Yo soy de la misma opinión que el alcalde del pueblo de ‘Amanece que no es poco’ quien, al verse obligado a convocar elecciones –obligado por un tema pasional, ya que los mozos querían que la moza que él había llevado de la capital fuera comunal– obvió la necesidad de hacer campaña, puesto que ya se conocían todos la jeta. Viendo cómo han evolucionado las campañas electorales, por mí, bien podrían prescindir de ellas. Creo que es muy poco lo que aportan y mucha la matraca que nos dan con ellas. Y nunca más apropiada la matraca que en estas que se solapan con la Semana Santa.

En las primeras campañas, tengo el recuerdo de niño, si iba Fraga a León a dar un mitin o Suárez o Felipe, mucha gente interesada por escucharles se molestaba en coger el coche y acercarse a la capital, al Palacio de los Deportes, para ver lo que tenían que decir y formarse mejor su opinión, pues entendían que, con una opinión mejor formada, votarían mejor. Quiero decir, que a los mítines no iban solamente los ya afines, iban ciudadanos que querían saber antes de votar. Y el político de turno, sabiendo que el auditorio no era una parroquia, debía ofrecer un discurso argumentado y razonado con el que exponer su programa.

Pero ahora a los mítines sólo van los afiliados, los convencidos, los que no necesitan de más, porque ya están decididos. Ahora en los mítines se han sustituidos los razonamientos por la agitación de las banderas y los argumentos por las arengas, por los titulares llamativos y breves para que quepan en una noticia de telediario.

Puede parecer una cuestión menor esta de los mítines, sin embargo, es evidencia de la pérdida de calidad democrática, pues implica que al político se le exime de exponer razonadamente, al asistente se le extrema y, lo que es más grave, nadie escucha las ideas de los otros, por lo que se puede mentir con impunidad. Menudo calvario nos espera.

Y la semana que viene, hablaremos de León.
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