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La mano que mece la cuna (del Parlamentarismo)

11/12/2017
 Actualizado a 13/09/2019
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Uno de los dichos habituales de los expertos en ‘coaching’ (cada vez hay más), esas personas que intentan ayudarnos a conseguir la felicidad, viene a decir: si quieres resultados distintos, haz cosas diferentes. Hablo esta semana con una experta en inteligencia emocional, Elsa Punset, sobre todas estas cosas. Acaba de publicar ‘Felices’ (Destino), y está de acuerdo en que la flexibilidad y el ánimo positivo es siempre el camino más corto para conseguir el éxito. Y también la felicidad. Y entonces pensé en nosotros.

Pensé en esa eterna sensación de impotencia y de frustración que acompaña buena parte de nuestra historia. Lo pensé a raíz de la famosa tribuna de Mariano Rajoy en ‘The Guardian’, en tierras de la primera ministra May, esa mujer que va a poner en marcha una acción política tan patética como el Brexit. Dijo Rajoy, o dicen que escribió, que en Inglaterra está la cuna del Parlamentarismo, o así, sin saber muy bien la mano que mece esa cuna. Conviene ajustarse a la historia, seas presidente de un país o de una comunidad de vecinos (más en el primer caso), pero aquí el error se atribuye mayormente a los asesores (como decía ayer David Rubio), porque ahí detrás siempre hay un asesor, o varios. Alejado queda el tiempo glorioso, al parecer, en el que los políticos construían sus propios discursos palabra a palabra, verso a verso, sin someterse a las ocurrencias de otros, y no hace falta viajar a la época de Churchill, que de escribir algo sabía. Me dirán que Trump redacta unos tuits que tiembla el misterio (y, en general, todo el planeta). Es cierto amigos: he ahí el discurso político más popular de nuestro tiempo. Lo decía la otra noche en La Sexta el a menudo polémico Pérez-Reverte, que se quejaba de la simplificación tuitera que nos acorrala. Y ni siquiera es necesario que esas frases sean ingeniosas o divertidas: basta con que sean alarmistas, morbosas, brutas, gruesas o indocumentadas. Construir la información del presente a base de esa sustancia a menudo deslenguada es tan malo como hacerlo con el sindiós de las ‘fake news’, otro de los elementos corrosivos del presente. Entre la falsificación de la realidad y el tuiterismo simplificador nos dirigimos probablemente al desastre. Nadie quiere oír un discurso: resulta demasiado largo. Salvo que tenga su morbo y su dosis de campechanía. ¿Y leer un libro? ¡Un buen libro!, que se dice ahora, con cierto tono admonitorio. No, eso tampoco. Demasiado largo, una vez más. Hemos llegado a la conclusión de que todo puede resumirse y apretarse en un tuit, y quizás la política ha empezado a depender demasiado de frases sueltas, de los eslóganes de diseño, y de la inevitable sustancia producida por los asesores.

Belén Gopegui, una de mis escritoras favoritas, me hablaba el otro día del dominio que Mr. Google (como ella lo llama en su última novela, ‘Quédate este día y esta noche conmigo’, publicada por Random House) ejerce sobre los ciudadanos. La información es hoy el resultado de la acumulación («casi siempre interesada»), de la estadística, no de la inteligencia colectiva. El mundo ya viene hecho, prefabricado, con sus criterios económicos y comerciales, por encima de cualquier otra cosa. El espíritu crítico se diluye habitualmente en modas, en golpes mediáticos bien orquestados, en asuntos que el común de los mortales no podemos dominar. También así se construye la realidad ‘fake’, porque no falta quien se aprovecha del mundo virtual para enseñarnos el mundo que conviene en un momento determinado, para lograr un efecto también determinado.

Paradójicamente, en un tiempo de sobreabundancia de información, obtenida además en tiempo real, estamos abocados a la ignorancia de lo que realmente importa. Estamos abocados al engaño, a la manipulación, a la tergiversación, a la confusión. Porque no hay mejor mentira que aquella que se parece mucho a la verdad. Convencidos de que el mundo está al otro lado de la pantalla, acostumbramos a dejarnos llevar por la marea de los acontecimientos. Por las modas informativas. Somos pastoreados, incluso sin saberlo. No descreo de la tecnología, pero sí de la superficialidad y del desprestigio del conocimiento. Como venía a decir la otra noche Pérez-Reverte, no podemos alimentarnos de ese alpiste comunicacional que es el tuit, por dinámico e ingenioso que parezca, sino que de vez en cuando va a ser necesario pararse en una biblioteca, leer libros de verdad, ir más allá de esa información descremada, taimadamente light, con la que nos embaucan. Hay que parar esta peligrosísima deriva que consiste en reescribir el mundo, quizás con aviesa intención.

Pero, en fin: a lo que íbamos. El episodio de la errónea atribución a la Cuna del Parlamentarismo, o lo que fuera aquello, ha terminado con la famosa carta del alcalde de esta ciudad, y con la promesa de la próxima visita del presidente. No está mal la cosa, la verdad, pues al fin, en otras peores nos hemos visto, y sin que mediara rectificación alguna. Siempre he pensado que dedicamos grandes esfuerzos a situarnos en el mapa con un éxito bastante relativo. Y, como decía al principio, tal vez ha llegado el momento de hacer cosas distintas, si queremos que los resultados no sean los de siempre. El victimismo y el escepticismo son asuntos que no cuadran con esas ideas de la felicidad que nos enseñan los nuevos adalides del ‘coaching’. Tal vez esas ideas no sólo sirvan para las personas individuales, sino para una ciudad, para una provincia, para un territorio. Dedicamos numerosos esfuerzos a la construcción de nuestra identidad, nos batimos el cobre por marcar nuestras diferencias históricas, sin duda importantes, por lograr esa singularidad nuestra, tantas veces negada o ninguneada. Me parece bien, porque pasar desapercibidos es un mal asunto: tenemos que crecer para hacernos visibles. Y no sólo para el turismo. Pero creo que nos hace daño esa eterna sensación de impotencia, esa ansiedad por la falta de reconocimientos. Y por eso, el error, o lo que fuera, en la atribución del presidente a la verdadera Cuna del Parlamentarismo, ha levantado ampollas y ha generado la protesta. Ya ven, nosotros, que tenemos fama (dicen que estadísticamente comprobada) de ser la provincia que menos protesta de toda España.

El rearme de un territorio como el nuestro, que ha sufrido por el abandono y el olvido, que lucha desesperadamente contra males extraordinarios que no dejan de agigantarse cada día, como el final de algunas formas tradicionales de la economía, la despoblación galopante, el envejecimiento (galopante, también), el frenazo al desarrollo del mundo rural, o la sequía (a pesar de las lluvias de las últimas horas), por no citar otros muchos asuntos de igual o parecida enjundia, tiene que venir de una construcción mental colectiva, de un trabajo común, en el que el victimismo secular sea sustituido por el ímpetu creador (eso nunca nos ha faltado) y el abandono de toda forma de servilismo, y, sobre todo, de toda forma de conformismo. La protesta es necesaria. La queja también. Pero de poco servirá si no es acompañada de acciones que no sólo reivindiquen nuestra historia pasada, sino nuestra historia presente. Siempre digo que vivimos demasiado pendientes de nuestras grandezas de otro tiempo, de nuestros logros pretéritos, de glorias reconocidas o no, y no tanto de lo que hay que hacer ‘hic et nunc’, aquí y ahora. Como ya hemos escrito en otras ocasiones, el éxito depende del ánimo positivo, no del perpetuo escepticismo. Así que este pequeño episodio en torno a quien mece de verdad la Cuna del Parlamentarismo (reconocida por la Unesco, más allá de que alguno lo cuestione) quizás no nos haya venido mal del todo. Es una reivindicación histórica, de acuerdo, no un asunto de futuro (aunque sirva para ganar consistencia y visibilidad en el mapa), pero tal vez nos enseñe el camino a seguir de aquí en adelante. Sacar lo mejor de nosotros, explicar lo que somos, desarrollar el espíritu crítico, no caer en la fragilidad ni en el derrotismo, como tantas veces solemos hacer. No creo que sea un rasgo de carácter ese perpetuo escepticismo sobre nosotros mismos y nuestras capacidades, esa tendencia a negarnos, sin esperar siquiera a que lo hagan los demás. Simplemente hay que recordar, otra vez, aquella frase: para obtener resultados distintos conviene hacer cosas diferentes.
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