'La línea del más allá'

Un relato que nace de la voluntad del autor de transmitir algo del camino vivido, sea éste real o imaginario, propio o ajeno –a pesar del freno pudoroso que adorna y desasosiega a los grandes de espíritu–, y cumple su función plenamente, que no es otra que la de satisfacer necesidades ajenas... y propias

Juan García Campal
11/05/2020
 Actualizado a 12/05/2020
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"Un verdadero amigo es aquel que llega cuando todos se han ido". (Albert Camus)

A Fernando, in memoriam.

Años. Años tardaron en ir al más allá. Como todos ahora que lo piensan bien. Y como para todos, a pesar de parecer el más allá algo absoluto, era también algo que, ahora se dan cuenta, iban conquistando casi día a día.

Están en su ciudad, qué importa cual. La suya. Contentos de verse. Si no fuera por su estado real y cierto podría decirse que llevaban sin hacerlo toda una eternidad. Que esto pensaron al encontrarse aquellas fiestas gracias al calendar de los períodos educativos.

El primero en llegar había sido él. Y lo hizo como sin querer. Salió del hotel. Se subió la solapa del abrigo. Enrolló el paraguas, por innecesario y por no dar la vuelta a dejarlo, y comenzó a andar. Lo hizo sin destino fijado. Era reconocer la ciudad lo único que pretendía. Bueno, reconocer la ciudad y recoger de sus calles, luces y tiempos suspendidos, algunos de los recuerdos que tanto añoraba en la lejanía que habitaba. «Parece que no tuviera pasado, ¡qué calamidad!», se reprochara más de una vez. Y así lo hizo. Ensimismándose, poco a poco, mucho.

Fue el gorgoteado silbido de un semáforo –ese que suena para avisar a ciegos y reconcentrados de que se procura evitar el peligro para su paso– el que le devolvió a su existencia presente en plena calle. En qué había estado abstraído hasta aquel momento ni él lo podría decir. Se rió de sí mismo al levantar la mirada y ver allí clavado, enfrente, el rótulo que nombra la calle de su infancia a mucho más. Cruzó la calzada y, despacio, subió por la acera hasta encontrarse justo frente al edificio en uno de cuyos pisos habitara tantos años, hasta que él llevara el tiempo de su vida por otros espacios. Y allí estaban entreabiertas las contraventanas a pesar de la hora fría que pujaba por entrar. «Ya no habrá nadie a quien caldear», pensó al no ver fugarse luz alguna del interior. Y concluyó que estaba en lo cierto cuando, a pesar de ojear desde todos los ángulos posibles el interior que le era accesible, no alcanzó ni a vislumbrar cuadro o parte de mueble alguno. Y, eso sí, si para algo estaba hecha aquella casa era para acoger en sus paredes cuadros y muebles, y de los antiguos, de los que ya no entrarían hoy en la mayoría de los pisos. «Mejor», se dijo, e intentó reconstruir en su mente la disposición de la casa que su memoria, seguro, tendría que guardar. Poco a poco, repartió las habitaciones entre los hermanos. La de adelante, la del medio, la de atrás. De dos en dos, primero. Después, de uno en uno los mayores, los últimos a la repartidera. Así, amuebló el salón, a la calle, fortificación aislante de la habitación de «papá y mamá» –quedaría como forzado, a pesar de su naturalidad, que la llamara matrimonial–. Y lo orientó, primero, hacia el mueble-radio-tocadiscos y la mesa central de tertulia, sobremesa, contar de mayores, discusión; luego, hacia la tele, parlona que impone el silencio poco a poco, silencio casi total de no ser por los rebeldes ruidos de platos y cubiertos. Pasó de éste a la principal de adelante, a la aislada, a la doble, a la italiana que acoge, separadas por un arco, toda posible intimidad: la de la conversación, la del descanso, la del amor, la del trabajo. Y amuebló el pasillo, la galería y el cuarto entre sus luces, el taller, y cómo no, la amplísima cocina en ele, cocina de cocinas, cocina de mesas de mármol, blanco, cocina de aparadores, cocina de rinconera, cocina en que todo entra, hasta cocina de mesa de comer a diario, todos juntos, y donde aprendió que «de papá es el sitio principal» y que él es «último en sentarse y primero en levantarse». Pero sobre todo, cocina de «¿qué hay hoy?», cocina de husmear potas, cocina de levantar tapas, cocina de mojar pruebas, cocina de hurtar patatas fritas, o croquetas, de las de verdad, y si hay éxito, intentarlo una y otra vez más.

Allí y así estaba él, respirando profundamente, casi suspirando, aquellos momentos cuando llevó su mirada, alegría por el medio, hasta el piso tercero. Y a punto estaba de comenzar a reconstruir la escalera, la puerta y su interior cuando oyó a su espalda:
–Creí que no ibas a subir a buscarme.

Reconoció la voz y pensó: «¡Señor!, ¿ya chocheo?», justo hasta que una mano se posó en su hombro. Dio media vuelta. Encontró los ojos que los suyos buscaban. Se cruzaron dos nombres en el aire, ¡ferjunando!, y el aire fue expulsado de entre ellos por su abrazo.

–¡Calla! –se dijeron al oído mientras aún más se estrechaban y sentían. Qué imperfecta anatomía que les robaba tactos.

Se separan para contemplarse en breve silencio.

–¿Recuerdas?
–Fue nuestro mundo.
–¡Cuánto tiempo!
–Años...
–Bueno, no tantos. Que muchos no tenemos ni ahora.

Rieron. Tosieron. De nuevo se miraron:
–¿Tienes tabaco?
–Sí, pero... Sigues igual ¿eh?
–Vamos a sentarnos aquí a fumar un pito.
–¿Aquí? ¿Enfrentados? ¿No nos verán y reñirán?
–No. O al menos no ya los mismos.
–Pues venga, ahí va...

Se sintieron observados. No buscaron por quién. Se sabían reconocidos, pero no querían saludar a nadie. Nadie les debía de robar aquel momento. Y sentados, como niños, fumaron y charlaron largo rato con su mirada viajando de la contemplación del otro a la casa de ambos. Fueron así retrollevando su conversación desde las numerosas nuevas que en su alejamiento habían generado, paralelismos, hasta los más lejanos de sus comunes recuerdos. Casi se sonrojaron con algunos de ellos. Rieron, tosieron y entre risas y toses se burlaron de su «acuerdo de las madres». Acuerdo que venía a decir que en caso de enfado y vituperio de ningún modo se mentaría a las madres. Se admitía la ofensa al padre de turno como máximo ataque al clan familiar –lo de tercio nunca les caló–, puesto que abuelos y tíos eran ya de un segundo orden –venialidades– y las defecaciones en el hermanazgo, amén de inusuales, comportaban el riesgo de que el desagravio viniese, nunca mejor dicho, de sus propias manos. Por lo tanto, era el cabeza de familia el que, ignorante, servía de diana en peleas y desahogos verbales. Aunque bien cierto era que aunque éstas se desarrollaban siempre en el portal y la escalera, amplio espacio, no se extendían por más tiempo que el que cualquiera de ellos ocupaba en subir del portal a su puerta o en subir, o en bajar, de su puerta a la puerta del otro. Total: nada.

–¡Ah, el portal!...
–¿Recuerdas?...
–Cómo no... –Y recordaron el portal campo de batalla, el portal estadio deportivo, el portal sala de estar, el portal sala de espera, el portal inexpugnable fortaleza, el portal mirador privilegiado, el portal república y reino, donde ellos eran reyes, donde ellos eran pueblo, el portal desde donde y sobre todo se vislumbraba el más allá. El más allá del bar cercano, la Uva de Oro, «un vaso de agua, por favor». El más allá de la esquina, Radio Herz, primer e ignorado contacto con la extranjería y la tecnología. El más allá de la otra acera, ¡cuidado al cruzar! El más allá de la otra esquina. El más allá de altos horizontes, el Prau María. El más allá del colegio de chicas, ¡bah!, y el más allá de los mayores, el más allá más duro. El más allá de distintos colegios, perderse y negarse a ello. Pero sólo hasta el pan con chocolate, contarse el día ya en el territorio común del portal ya también fumadero. Los nombres que bajaban reclamándoles por la caja de la escalera. Los «¡Voy!» que alargaban el tiempo, los secos enjuagues de siempre, los, a veces, caramelos, el olerse el aliento, los «hasta mañana» que se quieren «hasta luego». Y, cómo no, los «¡acabé! Subo –o bajo– a casa de...» siempre dicho ya desde la puerta, hecho consumado. Y las lecturas, y los sueños, y los amores primeros, y los fracasos y la vida. La vida que se fue haciendo entre ellos, a pesar de ellos, llevándoles cada vez más allá, cada vez más allá.

Pero hoy están solos. Hoy nadie les espera. Cenan juntos. Beben juntos. Todo su hoy es ayer, pasado su presente. Igual que antes se llevaron, ahora se retrotraen. Están casi como entonces. Han sustituido el espacio por el tiempo para hacer sus piruetas. Buscan sus sitios. Los, primero, prohibidos y, después, habituales. Son extraños en ellos, en los pocos que quedan. Otros más jóvenes viajeros al más allá los extrañan. Les va pudiendo la noche y una parada de taxis con su oportunidad les disimula el cansancio. Saben llegado el momento. Se miran como hombres, como los hombres que se saben desde niños, y como hombres se abrazan y se emocionan. Saben que siguen sus viajes hacia el más allá. No se lo dicen. Se regalan unos:
–Hasta siempre.
–Resiste.
–Y tú.

Y muchas más cosas se dicen con sus silencios. Y es para cada uno de ellos la mirada del otro y su sonrisa lo que retrasa el humedal de los ojos.

En un hotel un hombre recoge su llave y desaparece en un ascensor cuando otro llega para repetir la misma acción. Cada uno de ellos intenta conciliar el sueño con los tiempos junto al otro que supone ya más allá, mucho más allá. Sin embargo, sólo una pared tan fina como una línea, como a veces es el tiempo, ese tiempo que siempre nos parece eterno, hay entre ellos; una raya tan fina como la que les separó y separa, nos separa, separa el todo de la nada, la vida de la nada, del ¿más allá?

Una pared, una línea.

‘La línea del más allá’ es un escrito de Juan García Campal que está incluido dentro del libro ‘Textos al aire’ publicado en 2010 por Editorial Akrón.
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